Bergman o el silencio de Dios
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El guiño del fotograma robado lo cierra Truffaut, mucho más elípticamente, en el último plano: Jean-Pierre Léaud sobre la playa de un mundo hostil. Antoine Doinel mira a cámara, en lo que es una de las imágenes más desoladas de la historia del cine. Truffaut sabe, lo sabe Godard, lo saben los jóvenes de los «Cahiers du Cinéma», que nadie ha hecho de ese mirar a cámara un recurso tan pertubador como el director sueco. Godard, de nuevo: «Es necesario haber visto "Monika", aun- que sólo sea por esos extraordinarios minutos en los que Harriet Andersson, tras volver a acostarse con un tipo al que había dejado plantado, mira fijamente a la cámara, con ojos risueños anegados en el desarraigo, tomando al espectador por testigo del desprecio que siente hacia sí misma al optar voluntariamente por el infierno contra el cielo. Es el plano más triste de la historia del cine».
La tristeza de cada personaje de Bergman tiene poco precedente cinematográfico. Tal vez, sólo uno: Carl Dreyer. Y, en la obra de Dreyer, ese monumento al silencio de Dios que es «Ordet», «La palabra», quizá la película más metafísica. La película también en la que el «silencio de Dios» se apodera de la pantalla desde el primer encuadre, anegando con su fluidez el mar de espigas que ondula todo su ritmo narrativo. De Dreyer entendió Bergman que la palabra humana es ruido para no oír ese silencio. Porque en el silencio de Dios habla la muerte. Y la muerte, que es lo más presente a los humanos, es también por ello lo más indecible.
No quedan palabras
«El silencio» es, en efecto, el título de ese manifiesto bergmaniano, rodado en 1963, a lo largo del cual las hermanas Esther (Ingrid Thulin) y Anna (Gunnel Lindblom) se encierran, ante la mirada del hijo de la segunda, en la clausura de un hotel extraño en un país de lengua desconocida bajo la sombra de una indefinida guerra. El silencio es el único protagonista de «Persona» (1966), ese diálogo claustrofóbico entre dos mujeres, una de las cuales, la actriz Elizabeth Vogler (Liv Ullmann), ha renunciado a la palabra, y la otra, su enfermera Anna (Bibi Andersson), busca hacer de ella coartada para un recuerdo del cual trata en vano de deshacerse. El silencio es un clamor en el alma del pastor Tomas Ericsson (Gunnar Björnstrand), al cual Dios se niega a hablar en «Los comulgantes» (1963); el silencio niega el sentido que su amante, la maestra Märta Lundberg (Ingrid Thulin), reclama a Dios en vano: «Dale un sentido a mi vida y seré tu fiel sirviente»…
Sinsentido
Pero un Dios infinito no puede ser reducido al finito espacio de las palabras. Dios calla. Y los hombres naufragan en ese matemático sinsentido que es el del cine de Bergman. El que resuena en el pasaje del Apocalipsis que «El séptimo sello» (1957) evoca desde su título y que despliega en su partida de ajedrez contra la muerte: «Cuando el Cordero abrió el séptimo sello, hubo silencio en el cielo durante una media hora. Vi entonces que a los siete ángeles que estaban de pie ante Dios se les dieron siete trompetas, y otro ángel vino con un incensario de oro, y se detuvo ante el altar. A ese ángel se le dio mucho incienso para que lo añadiera a las oraciones de todos los santos, y lo ofreciera sobre el altar de oro que estaba delante del trono. De la mano del ángel subió el humo del incienso a la presencia de Dios, junto con las oraciones de los santos. El ángel tomó el incensario, lo llenó con fuego del altar, y ese fuego lo arrojó a la tierra. Hubo entonces truenos, voces, relámpagos y un terremoto». Palabras, no.
Extraña liturgia
Puede que «El rito» (1969) no figure en el catálogo de las películas más celebradas de Bergman. Pero esta ascética miniatura es, de lejos, la que yo prefiero. Todo Bergman está en esos 72 minutos en blanco y negro, que transcurren en un solo espacio, dentro del cual cuatro actores en estado de absoluta gracia representan una extraña liturgia. Ante el censor al cual han sido denunciados, el juez Abrahamson (Eric Hell), los tres comediantes nómadas, Théa Winkelmann (inquietante Ingrid Thulin), su esposo Hans (Gunnar Björnstrand) y su amante Sebastian (Anders Ek), hablan de la obra por la que han sido denunciados y acaban por representarla ante ese solo espectador que debe decidir de ella. Y que, en la ilustración ritual de las palabras, habrá de ser por ella aniquilado. «Siempre he tenido miedo», dice el juez Abrahamson. «Bebo la imagen reflejada», proclama Théa. Y el miedo del silencio, reflejado en imagen litúrgica -eso es el cine- borra al espectador.
La muerte se apodera de la pantalla. Godard lo sabía, en 1958, cuando proclamaba a Bergman el más grande. Lo sabía Antoine Doinel, cuando Truffaut lo forzaba a mirar a cámara en el desolador plano final de «Los cuatrocientos golpes». Un silencio infinito. Como sólo al Dios ausente cuadra.
Bergman con Sven Nykvist, Erland Josephson y Liv UllmanDe Suecia a Manhattan, la extravagancia
Por decirlo con un simple ejemplo: «Gritos y susurros», una de tantas películas de Bergman que trata del silencio de Dios, del sufrimiento femenino, de la enfermedad mental somatizada, y de la imposibilidad de salvación de un ser humano que -por definición protestante- siempre está en pecado, fue distribuida en Estados Unidos por una empresa dedicada al cine pornográfico y de terror de serie B, pero también triunfaría en Cannes y sería nominada al Oscar. Todo Bergman, su cine y aledaños, puede contemplarse como el triunfo y legitimación de una anomalía, una extravagancia que no sabes cómo adquiere una factura filosóficamente seria, y eso es lo que lo convierte en un gigante: aquel que -como Wittgenstein o como Benjamin-, se confunde en todo y, sin embargo, es citado y reivindicado por todos.
No creo que me habría interesado realmente por Bergman si no hubiera sido por otro gigante, Woody Allen, y por una circunstancia que de nuevo habla de la capacidad de Bergman para generar monstruos: la encarnizada defensa que, en su película «Manhattan», el neoyorquino hace del sueco. A partir de entonces Bergman se convertiría para mí en una enfermedad de la que -como si yo fuera uno de sus personajes- me costó años salir; el cine de Bergman opera ese milagro, te capta en personaje a tiempo completo.
Estamos hablando de alguien cuyo destino natural no habría sido hacer cine ni teatro sino el suicidio, de alguien que filmaba durante horas el rostro de su madre -como, por cierto, haría Warhol con sus amigos-, de alguien sin el cual el cine de la segunda mitad del siglo XX no puede ser imaginado. Por AGUSTÍN FERNÁNDEZ MALLO