Irene Vallejo: “En los libros se manifiesta el claroscuro humano”
Entre códices, bibliotecas y relatos prohibidos, la autora de El infinito en un junco y ganadora del Premio Nacional de Ensayo 2020, explora la historia del libro como un mosaico de refugio, resistencia y debate. En esta entrevista con República, desvela cómo los libros narran nuestra humanidad y por qué urge desideologizar nuestra mirada al pasado.
¿En qué momento y cómo se dio cuenta de que la historia del libro era, a su vez, materia para un ensayo?
— En realidad, la historia del libro y de la lectura fue mi tema de investigación en la universidad. Mi tesis doctoral tiene que ver con esta cuestión, aunque más centrada en el canon literario. Como filóloga clásica siempre me había interesado el origen del mundo literario que ahora conocemos, de la literatura, los escritores, las librerías, del comercio de libros, las bibliotecas, de esas realidades que hoy damos por sentadas, pero que en algún momento hubo que inventar. Estudié durante una década esa historia. Fue, en buena medida, debido a mi lectura de Alberto Manguel. Su obra me descubrió la dimensión histórica de la cuestión. Me abrió la perspectiva de que los libros y la lectura no han sido idénticos a lo largo del tiempo. Su evolución cuenta, asimismo, una crónica íntima de la humanidad.
¿Si tuviese que elegir un pasaje que pudiera definir como el corazón de El infinito en un junco, cuál sería?
— El hilo conductor es la Biblioteca de Alejandría. Se mantuvo viva durante más de mil años y constituye un fragmento enorme de nuestra historia. Su adaptación y declive final. Era esa especie de centro, de corazón. También está el episodio del acoso escolar que sufrí. Puede parecer que no hay ningún nexo entre biblioteca y ese acoso. Sin embargo, para mí fue el ejemplo de cómo en los momentos difíciles y traumáticos, los libros se convierten en refugios. Alejandría es como el gran refugio. Allí fueron a parar todos los libros y se convirtió en una especie de gran espacio de polifonías, búsquedas donde se cultiva la curiosidad y se intenta que las obras sobrevivan a las mareas destructivas del tiempo. En esos años de acoso me sentí como una refugiada en ese recinto. La biblioteca es el símbolo, el mito de Alejandría que sigue vivo.
¿Qué diferencias observa entre el papel del narrador en la novela histórica y el ensayo?
— El infinito en un junco fue mi primer ensayo, más allá de las publicaciones académicas de investigación universitaria. Es un libro fronterizo entre la narración y lo que entendemos por ensayos. De hecho, el principio del prólogo está construido para trastocar las expectativas que se tienen del comienzo de estos. Intenté construir un ensayo experimental, distinto, un conjunto de historias que se entrelazan en el tiempo. Es esa sensación de mosaico que, pieza a pieza, semeja caótico, pero en conjunto narra una historia más amplia. Busqué una voz íntima, más personal, cuando habitualmente entendemos que el ensayo debe ser intelectual, distanciado, objetivo.
Ahondando en estilos, ¿fue Heródoto el primer periodista y su Historia el primer reportaje de la literatura universal?
— Sí, por eso, introduje el libro del periodista polaco Ryszard Kapuscinski. Más que un homenaje, porque Viajes con Heródoto está trufado de ellos, quería rescatar el personaje de Heródoto y recomendar sus historias. Quizá porque al ser extensas hay reparo ante su lectura. No obstante, son muy entretenidas, incluso apasionantes. Él es el primero que escribe con una curiosidad sin fronteras; le interesa conocer la versión de los hechos del otro. Es quizá el primer libro de historia universal, el enfrentamiento entre griegos y persas, con sus precedentes. Se remonta al origen de las civilizaciones, pero no desde una posición de superioridad o de chauvinismo.
¿Le sorprendió la buena recepción de la obra en Hispanoamérica?
— Sí, es un libro sobre el mundo antiguo solo superficialmente. En realidad, trata del presente a través de ese viaje al pasado donde encuentro los orígenes del mundo actual. Considero importante volver al inicio porque esa perspectiva resalta una huella indeleble en todo el proceso. Había una tercera parte que la editorial me aconsejó eliminar. Hablaba del final de la historia manuscrita de los libros. Trataba la etapa medieval que incluía el islam con su traducción y reelaboración de las obras clásicas. Lo hace, sobre todo, en Toledo y otros centros desde donde vuelven a Europa tras un largo camino. Incluía, asimismo, otras tradiciones como la china. Los códices mesoamericanos y los quipús incaicos.
¿Sirve el libro para unir ambas orillas del Atlántico?
— Hay una reflexión sobre cómo, a través de la colonización y las invasiones, la irrupción del alfabeto latino se ha sentido en algunos imperios como imposición y un intento de suprimir tradiciones, sistemas de escritura, idiomas y otros bagajes. Una historia terrible de la destrucción de los códices mesoamericanos por los españoles que conocían perfectamente su valor. El choque, la dominación y la imposición, fueron evidentes. Pero el alfabeto es tan versátil que también permitió que ciertas historias, leyendas y narraciones sobrevivieran gracias a los libros. También hubo personas sensibles que se dedicaron a conservarlas. En los libros se manifiesta el claroscuro humano. Tampoco puede afirmarse que sean necesariamente benéficos, ya que muchos son dañinos y transmiten mensajes de odio, racismo, de propaganda y supremacismo.
¿Siente una responsabilidad de visibilizar el papel de las mujeres en la historia de la literatura?
— Estudiando Historia Antigua y Filología me preguntaba: ¿dónde están las mujeres? Todos los grandes autores clásicos —con excepción de Safo— eran hombres. Los trágicos, los historiadores, los filósofos… Al investigar, algo faltaba. Cuando hablaba de un sujeto, nunca sabía si incluía a las mujeres o las dejaba fuera. Del mismo modo, qué pasaba con los esclavos y con determinadas zonas geográficas. Empecé a reflexionar y tirar del hilo. Si las mujeres estaban ahí, ha tenido que quedar algún resto en las fuentes. Había que releer a historiadores, eruditos, enciclopedias antiguas, recurrir a los testimonios de la vida cotidiana. El recogerlos puede ayudarnos a averiguar qué pasaba y dónde quedaban las mujeres, los esclavos, determinadas poblaciones…
Afirma que la lectura es un acto de resistencia, ¿cómo ve este acto en las dictaduras de Latinoamérica y España?
— Todavía tengo recuerdos familiares de mis padres comprando libros prohibidos en las librerías. Aquellos que no se podían mostrar en ellas. Los tenían escondidos. Tenían que ganarse la confianza del vendedor para acceder a dónde los guardaba y cómo los transportaban a casa. Era peligroso tanto el comprarlos como tenerlos en el domicilio. Esos relatos de infancia me impresionaron. Luego he conocido muchos otros en Argentina, en Chile… donde la gente ocultaba, incluso enterraba los volúmenes prohibidos con la esperanza de recuperarlos. En la guerra civil española, mi abuelo quemó su biblioteca. Temía fuera incriminatoria. No olvidemos las famosas quemas de libros. Las hogueras nazis o las de España. Desde la Antigüedad existe la voluntad de censurar y destruir. Un anhelo de crear una versión única, tanto de la historia como de los acontecimientos. Fue así desde el emperador chino Shi Huan Ti, —mencionado por Borges— que decidió eliminar los libros relativos a sus antecesores.
¿Qué opina sobre la cancelación y la reescritura para adaptarlos a la corrección política?
— Estoy en contra. Siempre. También de los que pretenden prohibir lecturas. Tendríamos que empezar a leer con profundo sentido crítico, sabiendo que contienen reflexiones, ideas, prejuicios con los que no vamos a estar de acuerdo. Aceptar que no todo nos va a gustar o encantar. Es absurda esta especie de relato higienizado del pasado. En suma, todo lo que nos puede enseñar la historia. Si retirásemos los libros machistas, ¿qué pasaría? En el fondo, estaríamos dejando el feminismo desubicado históricamente: para qué había servido, por qué nació… No solo estaríamos alterando el pasado, incluso el sentido de las corrientes, revoluciones, rebeldías, movimientos cívicos y derechos civiles.
¿Debería la Hispanidad verse más como una herramienta cultural?
— Sí, hay que desideologizar todo lo que tiene que ver con la historia y, en especial, con las lenguas, sometidas a debates y desgarros ideológicos. En España lo estamos viviendo. Se menosprecia la riqueza de las lenguas autóctonas, indígenas u originarias también por esos mismos motivos. Es muy difícil mantener un debate sano. Siempre insisto en que deberíamos dar la palabra a historiadores y filólogos expertos. Dejamos estos conceptos al albur de discursos políticos con sus propios intereses y agendas. Es muy peligroso dejar que los aspectos históricos, culturales y lingüísticos entren en el debate colectivo, el rifirrafe del momento y las guerras culturales.
¿Qué reflexiones le trae la Biblioteca de Babel de Borges en relación con la sobreabundancia de información en las redes?
— Estamos saturados por la sobreabundancia de estímulos, cuando durante gran parte de la historia era muy complejo acceder a la información. Ahora es el exceso, incluso el hastío. Demasiados impulsos y efímeros. Nada parece asentarse y afianzarse. No abogo solo por los libros, ni niego las pantallas, ni soy apocalíptica. Considero equilibrado tener libros y pantallas. Ambos mundos. En ese mundo anticipado por Borges no hemos creado mecanismos para la conservación de lo virtual. Para los libros creamos bibliotecas. En internet y en las redes sociales todo puede perderse. Nadie lo conserva, se está creando y destruyendo a una velocidad acelerada.
¿Qué mensaje daría a los jóvenes?, ¿es verdad que leen cada vez menos?
— No hay reunión en la que alguien no insista sobre esta idea. Los datos no lo avalan. De hecho, en España en los barómetros de la lectura, niños y adolescentes aparecen como los que más leen. Los adultos leemos menos. Es una especie de menosprecio a determinados grupos lectores, también las mujeres. Hay un desdén injustificado hacia la juventud, cuando esta implica curiosidad y búsqueda. A más lectura, más cultura. Para muchos las redes sociales son un enemigo y adversario. Sin embargo, en TikTok e Instagram se comparten y recomiendan muchas lecturas. Incluso han convertido libros en éxitos. A las ferias del libro acuden muchos jóvenes. El relevo está. Nunca los lectores hemos sido la mayoría, pero sí lo suficientemente fuertes para mantener viva la lectura.