Niños sin voz, padres sin esperanza: el paro que roba la educación
San José Pinula, Guatemala — Son las 6:50 de la mañana y el silencio todavía domina la calle frente a la Escuela Oficial Urbana Mixta No. 1712. El frío cala, y una ligera neblina cubre el paisaje. Parece que el día aún no despierta del todo.
Pero poco a poco, ese silencio se rompe. Se escuchan pasos, voces bajitas, saludos cruzados entre madres que comienzan a llegar con sus hijos. Algunas caminan solas, otras conversan en grupos.
A las 7:00 en punto, el lugar ya está más lleno: mochilas, loncheras, carros que se detienen un momento frente a la escuela. El movimiento crece.
Frente a la iglesia antigua, unos niños juegan con una pelota. “¡Pásala!”, grita uno. “¡No por ahí... goooool!”, responde otro. Cerca del salón municipal también hay niños corriendo, riendo, matando el tiempo mientras esperan la hora de entrada.
La fila en la entrada se alarga. Todos aguardan que el reloj marque las 7:30. El ambiente aún está frío. Varias madres arropan a sus hijos o los cargan. Algunos pequeños van de la mano de sus compañeros. Todo transmite cuidado, rutina y espera...
Pero detrás de esa rutina se esconde una tensión silenciosa. Desde hace más de un mes, varios maestros afiliados al sindicato magisterial han dejado de impartir clases como parte de un paro que se justifica con mejoras laborales y beneficios para los estudiantes: un seguro médico, alimentación reforzada y uniformes gratuitos. Pero los dirigentes no mencionan el verdadero motivo: un incremento del 15%, superior al 5% aprobado por el Gobierno de Bernardo Arévalo.
Estas demandas aparentan beneficiar a la comunidad escolar, pero solo buscan más apoyo para Joviel Acevedo, quien, durante los últimos cuatro gobiernos, logró constantes aumentos salariales.
Lejos de beneficios para los estudiantes, la ausencia prolongada de docentes ha dejado a muchas familias en el limbo. Madres que cada mañana llegan con sus hijos sin saber si habrá clases, cargando frustración, cansancio y preguntas sin respuesta. Entre 300 000 y 340 000 son los alumnos afectados, asegura el Ministerio de Educación.
Al principio, las mamás que conversaban entre sí se mostraban dispuestas a hablar. Pero en cuanto se les acerca, el ambiente cambia. Las sonrisas se apagan un poco. Las respuestas se hacen más cortas. Hay cierta desconfianza en el aire.
—¿Cómo la están pasando? —
Es una pregunta sencilla, pero en este contexto, pesa. Algunas responden con pocas palabras. Otras prefieren guardar silencio. Pero con el paso de los minutos, una se anima. Luego otra. Y así, poco a poco, la conversación fluye.
Ya no eran solo madres dejando a sus hijos en la escuela. Eran mujeres que llevaban semanas cargando preguntas, frustraciones, tristeza. Mujeres que sentían que, por fin, alguien estaba dispuesta a escucharlas. Varias hablaron en medio lágrimas. Otras con la voz temblorosa. Pero todas, con una necesidad profunda de ser oídas.
Lo primero fue resguardar su privacidad, velar por su seguridad y dejar claro a qué se había llegado. Se les dijo: “Quiero que esta historia sea distinta. Quiero que se escuche su voz”.
La libreta y el bolígrafo no eran solo herramientas de trabajo, sino parte del acto de estar ahí: de escuchar, de observar con respeto. Tomaba notas, sí, pero más que eso, prestaba atención. Sin micrófono. Sin celular grabando. Solo presencia.
A veces, eso bastaba para que las palabras empezaran a salir.
La primera en hablar es una madre de dos niños. Uno cursa primero primaria; el otro, tercero. Ambos han seguido asistiendo a clases, al menos por ahora. Su situación, comparada con la de otras familias, parece menos complicada. Pero eso no significa que no haya frustración.
Lo que más la inquieta es cómo se está manejando la información oficial.
Cuenta que, aunque sus hijos sí están recibiendo clases, muchas tareas y avisos llegan tarde, o ni siquiera los ve, porque no está conectada a los canales digitales que el Ministerio de Educación utiliza para comunicarse.
—Todo lo mandan por redes sociales —dice, con un gesto de molestia—. “Yo no tengo Facebook, ni estoy metida en eso. No tengo tiempo, ni datos para estar revisando todo el día. Ya no es como antes, cuando todo lo mandaban en la agenda escolar” —agrega—. “Ahora, si no estás en el grupo de WhatsApp, te quedás sin saber”.
No lo dice solo por ella, sino por tantas otras madres: mujeres que no tienen acceso a internet o que no saben cómo moverse en plataformas digitales. En su voz hay enojo, pero también resignación.
—”No todas tenemos teléfono, o saldo, o el tiempo para estar metidas todo el día viendo mensajes”.
Después de que una madre rompiera el silencio, otra se animó a hablar. Esta vez, con un poco más de confianza, aunque su lenguaje corporal decía otra cosa. Mientras respondía, se abrazaba con su suéter, como si buscara protegerse no solo del frío de la mañana, sino también de la incomodidad que le generaba el tema.
Se le preguntó qué pensaba sobre las manifestaciones: si apoyaba a los maestros, si sentía que estaban defendiendo la educación o si, por el contrario, la estaban dejando atrás.
Tardó en responder. Bajó la mirada. Parecía insegura.
—Los maestros de aquí… dicen que los apoyemos —dijo, en voz baja—. Que si apoyamos a los maestros, estamos apoyando la educación de nuestros hijos.
No parecía convencida.
—”Entonces... si esa es la única opción, pues... tendría que ser esa”.
Lo dijo sin fuerza, sin decisión. Como quien no ve otra salida.
La escuela donde estudian sus hijos es una de las más grandes del municipio, o más bien la más grande. Allí se imparten clases desde párvulos hasta sexto primaria, con secciones desde la A hasta la D. El año pasado, al menos 950 estudiantes estaban inscritos. Aunque algunos grados, como primero y tercero, aún reciben clases con cierta regularidad, los más afectados han sido los de párvulos y sexto primaria.
A estos les siguen cuarto y quinto, donde muchos docentes han dejado de asistir por completo. Para esos niños, el aula lleva semanas vacía, y el calendario avanza sin que nadie les enseñe.
Poco a poco, la incomodidad inicial fue disipándose. Se sentó junto a las madres mientras esperaban que el reloj marcara las 7:30, la hora oficial de entrada. Algunas ya observaban desde lejos a sus hijos jugando fútbol o conversando con sus compañeros. Otras, especialmente las que llevaban niños de párvulos, sabían que aún faltaban al menos veinte minutos para que sus pequeños pudieran entrar.
En uno de los bordes de cemento se acomodaron, no eran bancas, pero servían como un refugio para muchas de ellas. En ese espacio sencillo y abierto, sentarse juntas fue un momento de quiebre, una señal de que, al menos por un rato, podían bajar la guardia.
Mientras conversaban, una de las madres llamó a una amiga. Con el cansancio marcado en el rostro, pero con una ternura profunda que solo conoce quien cuida sin descanso. Se unió al grupo y se sentó con ellas, como si fuera una reunión más entre vecinas. Pero esta vez había algo distinto.
Las madres que ya habían hablado explicaron el motivo de la visita. Le dijeron que no había cámaras, la intención era escuchar.
—”Ella sí viene a contar una historia” —dijeron.
Eso bastó para ganar la confianza. La prueba de fuego había pasado.
Sin más introducción, la madre recién llegada empezó a hablar. Se le preguntó cómo hacía con su hijo.
Con voz cansada y sincera, dijo:
—”Me cuesta mucho. Lo que más me frustra es cuando dejan tareas, porque yo no puedo ayudar a mi hijo. Yo no pude seguir estudiando más allá de tercero primaria, y no sé cómo enseñarle cuando tiene dudas”.
Con un suspiro, agregó:
—”Tengo que acudir a una prima o a alguien más porque yo no sé cómo enseñarle”.
Luego llegó otra madre y también se sentó.
Estaba molesta, con un enojo palpable en su voz. Lo primero que dijo fue que había intentado contar su historia a otros medios, pero nadie le había respondido.
Al transcurrir el tiempo, ya eran cuatro madres contando su historia.
Mientras hablaba, las demás madres asentían o se quedaban en silencio, algunas suspirando con un peso de tristeza y agonía.
Esta mujer tiene dos hijas: una en párvulos y otra en sexto grado, los dos niveles más afectados por la huelga. Se preguntaba cómo podrían salir adelante en esas condiciones.
Con frustración contó que su hija menor, en párvulos, apenas empezaba a aprender las vocales y que ni siquiera había llegado a memorizar el número 10, algo que a su edad debería dominar.
Mientras hablaba, la pequeña jugaba cerca, con esos rizos canela que daban envidia. La madre la miraba con una mezcla de amor y dolor, acariciándole el cabello como tratando de protegerla de una realidad que parecía ajena a la niña.
Comentaba que su mayor frustración era que ahora las tareas solo se envían en formato digital, y que tenía que imprimirlas, lo cual le costaba entre 18 y 20 quetzales por impresión. Le parecía un descaro que todavía cobren de más, cuando antes no era así.
Con voz afligida, decía que se sentía como si estuviera viviendo otra vez una pandemia: sin saber qué hacer, en medio de la incertidumbre.
—”Es como seguir órdenes sin orden, sin rumbo” —decía, con el mal sabor de no saber qué camino tomar.
El enojo se mezclaba con la tristeza. Repetía una y otra vez que, a pesar de todo el esfuerzo que hacía por el futuro de sus hijas y por su educación, la situación terminaba estancada, sin respuestas.
—”Yo no apoyo a los maestros” —confesó—. “No puedo hacerlo”.
En la búsqueda de más testimonios, se llegó a la entrada de la escuela justo a la hora en que los niños debían entrar a clases, las 7:30. Allí estaba Ricarda, la encargada de abrir las puertas cada mañana. Al notar a una persona nueva, con una mezcla de curiosidad y calidez, preguntó si buscaba a alguien.
Se preguntó si sería posible hablar con los maestros, pero los pocos que estaban presentes no quisieron dar declaraciones. Fue entonces cuando Ricarda, con voz pausada, pero firme, comenzó a contar su historia, que parecía pesar en cada palabra. Leva 24 años en esa escuela.
Comenzó como cocinera, ganando solo 27 quetzales al día. Más tarde, pasó a ser conserje, un trabajo que realizó por necesidad, sin salario fijo, hasta este año, finalmente recibió un presupuesto oficial.
—Yo no salgo a manifestar, uno se queda para los niños”—.
Ricarda es una mujer mayor, con pasos lentos y cansados. Se notaba el esfuerzo incluso para abrir la puerta de la escuela, pero en cuanto dejaba entrar a un niño, su rostro cambiaba. Una luz se encendía en sus ojos cansados, como si en ese momento todo el agotamiento valiera la pena.
En ese instante, se olvidaba del peso de los años y solo existía la e”speranza, la alegría silenciosa de ver que, a pesar de todo, la escuela seguía viva.
En el municipio empezó a correr la voz de que había alguien dispuesto a escuchar lo que estaban viviendo las madres y sus hijos. Esa presencia generó confianza, y muchas madres comenzaron a abrirse para compartir sus historias.
De repente, una de ellas la jaló suavemente del brazo y dijo en voz baja:
—”Si quieres una historia de verdad, tienes que conocer a esta madre. Ella sabrá qué contarte más que yo”.
La tomó del hombro y la llevó hacia la otra madre.
Patricia, de 39 años, ayuda con el transporte escolar y tiene dos hijos: uno en primero primaria y otro en sexto grado. Al llevar a otros niños a la escuela, presencia cada día lo que muchas familias están viviendo.
Ve cómo los niños suben y bajan del carro sin entender la situación, con rostros que reflejan desgano e inquietud. En sus ojos, dice, se puede ver la frustración de no comprender qué está pasando. Pero son niños, y los niños no saben cómo pedir ayuda.
Acongojada por la situación, Patricia terminó exigiéndole a la maestra de su hijo de sexto primaria que, si no se presentaba a enseñar, sacaría a su hijo de la escuela. La docente ni siquiera enviaba bien las tareas, solo mandaba archivos digitales sin explicación ni guía. La madre mostró un audio de una conversación con la maestra titular, en el que se le escucha firme y sin rodeos:
—”Si usted no viene y no se hace responsable, yo no voy a poner a mi hijo a hacer tareas”.
El niño estuvo sin clases desde el 26 de mayo hasta la segunda semana de julio, un total de 43 días. La presión constante de ella hizo que la maestra regresara unos días, aunque sin regularidad. Otro niño que ella lleva en su transporte, de quinto primaria, había ido a clases solo una vez en todo ese tiempo.
Patricia lo tiene claro. Lo que busca no es un seguro escolar, ni uniformes gratuitos, ni cuatro quetzales más para la alimentación. Lo que quiere es educación para sus hijos. Su voz se quiebra cuando lo dice:
—”Yo me esfuerzo para que estudien. Porque ellos son mi futuro. Y lo que están haciendo… es un robo”.
Dice que ha hecho todo lo posible: hablar con la maestra, presionar a la dirección, imprimir tareas, mantenerse pendiente. Pero ya no puede más. Ya no quiere seguir luchando sola.
—”Hasta aquí llegué” —dijo, con un tono de cansancio.
Preferiría sacar a sus hijos de la escuela al terminar el año, aunque no sabe cuándo finalizará el ciclo, ya que nadie les ha informado. Tampoco entiende cómo serán las entregas de notas si no ha habido evaluaciones.
Ya no confía. Ya no siente que pertenezca al lugar donde antes colaboraba activamente. Y como ella, muchas otras madres que antes ayudaban en la escuela ahora se sienten fuera. La indignación no se limita al abandono docente. También hay frustración por las condiciones de la escuela: los baños no funcionan bien, el olor es insoportable. Es un abandono que va más allá de la huelga.
Comparte su preocupación por el tiempo que ha durado todo esto. El exceso de días sin clases, puede tener consecuencias graves a largo plazo. Y aunque algunos maestros les han dicho que respaldar las manifestaciones es apoyar los derechos de los niños, ella no termina de estar convencida.
—”¿Pero qué pasa con el aprendizaje?” —se pregunta—. “¿De qué sirven esos derechos si no se está enseñando nada?”
Como otras madres, no aceptó apoyar a los docentes, aunque la contradicción le pese. Sabe que no es lo correcto.
La “normalidad” regresó, de alguna forma, hasta la segunda semana de julio. Pero no es una normalidad real. Los niños no tienen horarios fijos. Algunos van lunes y martes; otros, jueves o viernes. No hay certeza. No hay estructura. Solo improvisación…, comenta.
Mientras intentaba contener las lágrimas, su voz apenas salía, pero lo que dijo quedó grabado:
—”Si tu historia puede ayudarnos a difundir esto… que lo haga. Necesitamos voces. Yo solo soy una mamá que quiere que su hijo estudie”, dijo.
A las 8:00 en punto, el bullicio de los niños se apagó. Quedó solo el silencio. Un silencio denso, como si todo volviera al frío de las seis de la mañana.
El portón se cerró, pero las heridas siguieron abiertas. Ese silencio no era solo la ausencia de ruido: era el eco de un abandono que pesa en cada rincón de esta escuela, en cada aula vacía y en cada corazón de estas madres.
Madres que no solo han visto cómo se les arrebata a sus hijos el derecho a aprender, sino también cómo se apaga la esperanza.
Madres que, día a día, luchan contra el cansancio, la incertidumbre y la desesperanza, intentando sostener el futuro de sus hijos con lo poco que tienen.
Porque para ellas, la educación no es un derecho más: es la única promesa que puede romper el ciclo de pobreza y marginación. Y mientras las puertas permanecen cerradas y las aulas vacías, esas madres siguen allí, firmes, esperando.
Que alguien vea, de verdad, que aquí nadie las escucha.