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Expertos juristas cuestionan el «genocidio» en Gaza del que Sánchez acusa a Netanyahu

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El próximo 8 de octubre se cumplen dos años de guerra en la Franja de Gaza, que comenzó un día después de los atentados de Hamás como una ofensiva militar en venganza.

Y casi dos años son los que ha tardado el presidente del Gobierno en pronunciar, en junio, la palabra «genocidio» al hablar de la actuación de Israel en un conflicto que ya ha segado la vida de más de 60.000 personas, según las cifras de las organizaciones humanitarias palestinas.

La tardanza da cuenta de la suspicacia que, especialmente entre los líderes de Occidente, genera atribuir, con contundencia, un crimen tan grave como el genocidio a Benjamín Netanyahu.

Pedro Sánchez es ya la cabeza visible de la excepción, y en ese papel insistió este pasado lunes desde el Palacio de la Moncloa, en una comparecencia sin preguntas: «Es exterminar a un pueblo que está indefenso, es quebrantar todas las leyes del Derecho Humanitario».

La suspicacia no solo alcanza la política, también es una realidad entre los juristas expertos en Derecho Penal Internacional consultados por LA RAZÓN.

Lo primero en lo que todos coinciden es en que no resulta tan fácil, a nivel judicial, demostrar que las acciones violentas del país semita busquen, como fin último, el exterminio de un pueblo, en este caso el palestino, en su mayoría musulmán.

«Lo primero que sería preciso determinar es si, realmente, hay un ánimo claro de acabar con un grupo poblacional concreto o si sigue existiendo un objetivo de aniquilar a un grupo terrorista como es Hamás: es la duda», señala el abogado Antonio Alberca, que recibió en 2008 el Premio de Derechos Humanos por su participación, junto a otros letrados de oficio, en el juicio del 11-M.

Porque, tal y como apunta Alberca, lo determinante para poder hablar de un acto genocida es si lo que se busca, con los ataques, es desplazar a la población civil más allá de la Franja gazatí, echarles de ese territorio, o acabar con él. Esa es la cuestión.

Alberca recuerda, en este sentido, que entre los palestinos asesinados también hay cristianos. La agencia de noticias Zenit los cifró en más de 50, y no hay que olvidar que las fuerzas israelíes bombardearon en julio la única iglesia católica de la ciudad de Gaza, dejando tres muertos y varios heridos, incluido el propio párroco.

También hay que tener en cuenta que la Corte Penal Internacional (CPI) no es un tribunal del que sean miembros todos los países, y lleva menos de 25 años en activo, tal y como recuerdan los juristas a este diario.

La falta de efecto real de las medidas la vemos –recuerdan– en el caso de Vladimir Putin, con una orden de arresto en vigor por crímenes de guerra con relación a la deportación ilegal de niños ucranianos a Rusia.

Ello no impidió al presidente ruso viajar hasta Alaska este pasado agosto para celebrar la primera cumbre ruso-estadounidense en una década y, aun cuando, EE UU es uno de los firmantes del Estatuto de Roma que creó la CPI en el año 2002.

Lo que no descartan que podamos acabar viendo son procesos judiciales en distintos países por la muerte de sus nacionales en este conflicto.

Ponen como ejemplo el caso del cámara José Couso, asesinado en 2003 en la Guerra de Irak, y por la que llegaron a ser procesados, en la Audiencia Nacional, tres militares estadounidenses.

El asunto, sin embargo, acabó en archivo para ellos porque la reforma de la justicia universal de 2014 eliminó la competencia de nuestra Justicia en este tipo de causas.

Pero, volviendo a Gaza, antecedentes de condenas por genocidios, previos a la existencia de la corte de La Haya (Países Bajos), se encuentran en Ruanda (de la población tutsi) y en la masacre de Srebrenica (8.000 personas de la etnia bosnia musulmana) durante la Guerra de Bosnia. En ambos casos fueron juzgados por respectivos tribunales de la ONU.

En el segundo de ellos, además, la Corte Internacional de Justicia (CIJ), junto al Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia, fijaron que, para que pueda darse un genocidio, es preciso que haya un elemento mental, un motor genocida, y otro material de destruir física y biológicamente a un grupo.


















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