Ella está paralizada de angustia por si no le vuelve a ver y él aguanta el tipo con una sonrisa luminosa y serena de hombre en paz. En estas circunstancias, alguien tiene que hacer como si no pasara gran cosa. Fingir que está todo controlado para no romperse, que la niña está sentada ahí detrás y no queda otra que hacerse el Guido y simular que la vida es bella.
Para poner situación a la encrucijada de esta familia, conviene que uno se ponga a recodar qué estaba haciendo el jueves anterior cuando se supo que Rusia ya bombardeaba Ucrania. Ha pasado un tiempo, unos estarían yendo al trabajo, otros quizás en el desayuno. Hay que hacer memoria, sí, porque son muchos días... exactamente siete días, de los cuales ellos han estado seis –viernes, sábado, domingo, lunes, martes y ayer, miércoles– haciendo 40 kilómetros de cola en dirección a la frontera con Polonia para que la mujer, Natalia, se baje del coche con la hija, crucen a pie y pongan rumbo a Finlandia, donde se refugiarán en casa de unos amigos. Y él, Alexandr, de 40 años, irá a alistarse a las Fuerzas de Defensa Territorial ucranianas como voluntario. Es un expolicía con experiencia en armas y su destino, lo sabe bien el matrimonio, está en la primera línea.
«Claro que no estoy asustado, no tengo miedo de nada mientras los míos estén a salvo». El marido desprende una calma al expresarse que conmueve, también cuando uno se da cuenta de que, sobre todo, está hablando para ella, que no se ha bajado del coche, no ha querido, y tiembla, llora, le escucha a través de la ventanilla. Por eso quizás Alexandr fuerza el optimismo un poco. Tiene abrazada por los hombros a Ivanna, la pequeña de 9 años que llevan consigo, y la estrecha con achuchones cómplices como si estuvieran viviendo juntos una aventura, en una fábula, en la que a sus dos hermanos mayores, Adrej y Valeria, de 17 años, les ha tocado quedarse en casa, en Zvenigorodka.
Allí, en el oblast de Cherkasy, tierra de cosacos en el corazón central del país, empezó esta historia, que tiene también algo de 'road movie'. Fue con el rumor a lo lejos de los primeros misilazos, la madrugada del 24 de febrero, que el padre se puso en carretera a toda prisa para Kiev, 200 kilómetros de ida a buscar a los gemelos que están estudiando allí, 200 kilómetros de vuelta para llevarlos a su hogar. No han querido huir sino quedarse, esa es la verdad. Y luego Alexandr se lanzó a conducir toda la noche con Natalia e Ivanna para ver cómo sacarlas del país. Hasta que antes del amanecer el viernes toparon con el gran atasco.
La fila de vehículos no se mueve. Es mediodía del martes, llevan más de cien horas avanzando de forma extremadamente lenta y no lograrán alcanzar la zona del cruce hasta dentro de otras 24. En este tramo final van a una media de dos kilómetros por jornada. Agotadora paciencia.
«No nos falta de nada –rechaza con la sonrisa de ángel unos yogures, unas galletas–. Además, es impresionante, vienen voluntarios incluso por las noches a traer comida, los vecinos del pueblo cercano reparten bebidas calientes». Oído así, porque le oye Ivanna, pudiera parecer que la familia se ha venido de romería. De no ser porque han tenido que estar durmiendo en el Hyundai, bajo la nieve que cae, desde el lunes –es un decir, «en los asientos llega un momento en que no pegas ojo»–, no se han podido duchar, se asean con toallitas de esas del supermercado y sin dejar de escuchar por la radio que los ataques han reventado Jarkov o Kiev. «Somos conscientes de todo lo que ocurre», dicen.
En la cola ya se conocen todos
A su lado, las basuras se acumulan en las cunetas y no hay baños sino un bosque pelado a bajo cero. Los únicos, los de dos gasolineras que, según vayas en esta cola agónica, te quedan a tanta o a cuanta distancia, pero a las que hay que terminar yendo para repostar puesto que el depósito lleno de combustible es la única garantía de no morir de frío. Las mantas no bastan.
Un poco más adelante, un coche se sale de la fila camino de una de las estaciones de servicio, los demás le guardan el sitio. Hay que tener cuidado con los turismos que se intentan colar, los «jumpers» los llaman, que aparecen a la mínima, aunque entre todos les cortan el paso y les mandan para atrás. Al fin y al cabo, en la cola ya se conocen unos a otros como vecinos: está la pareja que lleva un hijo autista o los que viajan con otros tres más y el gato. La madre, Lara, es letona y él, un refugiado político ruso, de Siberia, que se marchó hace diez años y dice que no puede ni ver a Putin. A menudo hacen hueco en su monovolumen para que descansen un rato señoras mayores, algunas de ellas árabes, o hombres con sus pequeños a la espalda, normalmente también inmigrantes sin posibles, que vienen andando desde kilómetros y kilómetros atrás, donde les dejó el taxi que pudieron pagarse en este éxodo hacia la salvación polaca.
El padre del niño autista y el ruso tienen permiso para cruzar la frontera con sus familias, uno por ser responsable de una persona con discapacidad y el otro porque no es ucraniano, a los que les está prohibido marcharse si están en edad de combatir, como es el caso de Alexandr.
El cansancio atenaza, pero cada minuto que pasa y cada metro que avanza el Hyundai es uno menos para que él tenga que despedirse de Natalia y de la niña. Cuándo estarán de nuevo los cinco juntos. «Importa el hoy y ya pensaremos en mañana, pero creo que nos reuniremos en dos semanas con todo este horror terminado» dice, una vez más sonriendo para Ivanna. Regalándole la ilusión de que la vida volverá a ser bella.