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Январь
2023

Una familia alemana y el cártel de Pablo Escobar: el crimen que conmocionó a Ibiza

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Una familia alemana y el cártel de Pablo Escobar: el crimen que conmocionó a Ibiza

La madrugada del 24 de agosto de 1989 tuvo lugar, en Eivissa, uno de los crímenes más complejos e impactantes de cuantos se han producido en la isla en las últimas décadas. Una historia que ha quedado plasmada en el libro El hombre de paja. El crimen de Benimussa de la periodista y criminóloga Cristina Amanda Tur, quien tuvo acceso al sumario del caso y a las fuentes directas de esta trama policiaca.

Richard Schmitz y Beate Werner son una pareja de alemanes que vive en una casa de campo de la zona de Sant Josep, junto a sus dos hijas: Bianca, de cuatro años, y Alexandra, de casi seis. La vida laboral de Richard es un misterio para los ibicencos que conocen a la familia: nadie sabe a qué se dedica. Solo que viaja y habla mucho por teléfono. Sí se conoce el trabajo de Beate: tiene una oficina de cambio de monedas en un edificio del municipio colindante, Sant Antoni, donde también gestiona el alquiler de una veintena de apartamentos.

La mañana del 24 de agosto salta la alarma: Beate no ha acudido a trabajar. Bien entrada la tarde, María, que trabaja para ella, se desplaza junto a su marido a la finca en la que vive la familia, pero nadie contesta a las llamadas. Cerca vive un matrimonio ibicenco: Francisca y Vicente. Ella es la mujer que limpia la casa de los Werner-Schmitz y que cuida de las niñas. María acude a ella porque tiene una copia de las llaves. Sin embargo, no puede abrir la puerta de la verja. Alguien ha cambiado el candado.

El desconcierto aumentará durante el día siguiente. Vicente, que trabaja como albañil cerca de la finca de los alemanes –conocida como Can Barda–, no lo has visto en todo el día. Pero los coches ahí siguen: nadie los ha movido. Al final del día, se acerca a la oficina de Beate. “¿Ha venido ella a trabajar?”, le pregunta a María. “No. Tampoco ha vendido hoy. Esto es muy raro”, le responde. Aquella tarde, frente a la oficina, María ve a dos marroquíes sentados en unas jardineras de la calle. Reconoce a uno de ellos: trabaja en un edificio que están construyendo para Richard, muy cerca de Can Barda. Pero ni él ni Beate aparecen el 25 de agosto. Tampoco los encuentran en otra casa que la familia tiene en el campo, en la zona de Can Partit (Buscastell, municipio de Sant Antoni), donde solo se oirán los ladridos de los perros al otro lado de la valla. Ha llegado el momento de poner una denuncia.

A la una del mediodía del 26 de agosto, Francisca y Vicente denuncian la desaparición de la familia ante la Guardia Civil. Después de escuchar a los denunciantes, el teniente Isidoro Turrión, el sargento Rafael Prado y otro agente se desplazan a la casa de campo de Can Barda. Para entrar en la finca, tienen que saltar la valla –la llave del candado no funciona, éste ha sido sustituido por otro–, donde hay más de una decena de perros. Pero ninguno les ataca. Turrión y Prado entran a la casa por la ventana. Se la encuentran totalmente desordenada: las habitaciones, las camas… Y hay fotos de las niñas, de Alexandra y Bianca, tiradas en el suelo. Juegan y sonríen en ellas. Los agentes, sin embargo, no encuentran signos de violencia en la casa. “Tenía una sensación extraña y ya me pareció raro que la cama estuviera sin hacer; porque en ese momento creíamos que tal vez se habían ido a Alemania y me parecía raro que esa mujer se hubiera ido de viaje dejando la casa de esa manera”, describió Prado, años después.

Después de inspeccionar la casa, las autoridades peinan los alrededores de la zona, al lado del edificio que Richard ha mandado a construir, junto a su finca. Antonio, uno de los agentes que acompaña a Turrión y Prado, sube a la última planta, echa una mirada y se fija en un montón de grava que hay a la altura de donde está Prado. Los agentes describen aquello como “un parche rectangular junto a la pared", que se encuentra en un desnivel del terreno. "Es una rampa de cemento manifiestamente chapucera. En la base, donde parece inacabada y se revelan las capas de gravilla, hormigón y argamasa, hay una grieta. A su alrededor se concentra un alboroto de moscas. Y al lado, volcada, yace una vieja cubeta de hierro para mezclar cemento, una amasadora de obra”, comentan.

“Esto huele a fiambre”, verbaliza Antonio. El olor es nauseabundo. Uno de los agentes empieza a picar donde se encuentra el enjambre de moscas. Al alcanzar los quince centímetros de profundidad, encuentra la pierna de una persona. Es la pierna de Beate Werner. Envuelta en una sábana, su cuello está rodeado de un cable. Murió estrangulada. Los agentes temen lo peor: creen que en esa fosa pueden haber enterrado también a Richard. Sin embargo, quedan conmocionados al ver que el segundo cuerpo que aparece es el de Alexandra. También ha sido estrangulada con un alambre atado al cuello. Después aparece el cuerpo de Richard –también cubierto con una sábana– y el de Bianca. Ambos murieron estrangulados, como el resto de la familia.

A las once de la mañana del 28 de agosto, la Guardia Civil realiza la inspección ocular en la casa en la que vivían los Werner-Schmitz: van en busca de pruebas que les puedan conducir a los asesinos. A partir de este momento, empieza la investigación para dar con el móvil del crimen: qué es lo que puede provocar tal nivel de ensañamiento y crueldad. Qué es lo que puede llevar a alguien a acabar con la vida de una familia con dos niñas tan pequeñas. Durante este primer rastreo, una quincena de agentes registran, junto a la Policía Judicial y Científica, la casa de arriba a abajo.

Lo primero que llama la atención del inspector Turrión y del sargento Prado cuando entran en la casa por primera vez, el 26 de agosto, es que está totalmente desordenada, sobre todo, las habitaciones y las camas de las niñas. Tal desorden, según los investigadores, puede indicar que los criminales asaltaron la vivienda mientras la familia dormía y que buscaban algo (los armarios estaban abiertos y la ropa, esparcida por todos lados). Además, cuando Francisca trabajó en la casa por última vez, el día 23, dejó las camas de las niñas hechas.

Lo segundo que llama la atención es que encuentran objetos de gran valor, que los asesinos no se llevaron: joyas, dos barras de oro y cinco relojes de lujo, además de un revólver de fogueo, 35 cartuchos con detonantes y un machete. No parece que el crimen fuera consecuencia de un robo. En el suelo y cerca de la cama, aparecen, además, dos mechones de cabello rubio, que son recogidos para ser analizados. Una tercera cuestión sorprende a los agentes: las puertas de la casa no están forzadas cuando entran, mientras que el candado de la verja de la entrada había sido sustituido. ¿Cómo habían entrado en la casa los asesinos?

Durante el registro aparece documentación relacionada con el edificio que se está construyendo al lado de la finca de Can Barda, donde son enterrados los cuerpos de los Werner-Schmitz. Estos papeles, que son el primer hilo del que tiran los investigadores para desentrañar el caso, hacen referencia a los “contratos laborales” de dos ciudadanos marroquíes, Mostafa Bouchmaa y Nordine Bouhaja, en los que se detalla que trabajan como autónomos. Sobre el mueble de la entrada de la vivienda hay un detalle que anticipa que Richard o Beate (o ambos) andaban metidos en embrollos poco legales: hay una notificación del Ajuntament de Sant Josep que ordena la demolición del edificio –construido ilegalmente en suelo rústico– en el que trabajaban los albañiles marroquíes. Fue entregada el 23 de agosto, un día antes del cuádruple asesinato.

La tarde del 23 de agosto es el último día en que los Werner-Schmitz son vistos con vida. Francisca se marcha de casa de la familia a las ocho de la tarde. Esa hora también es la última vez que María, la empleada de la oficina de Beate, ve a su jefa: cuando ésta se marcha del trabajo. Cuando María termina su jornada laboral, Richard está allí, hablando por teléfono y también las dos niñas, Alexandra y Bianca. Una hora antes de marcharse, a las siete, Francisca ve a los tres marroquíes que están trabajando en la obra de construcción que había recibido una notificación de demolición el mismo día 23.

Los dos policías locales entregan dicha notificación a Beate y Richard a las once y media de la noche del 23 de agosto. No notan nada raro. “Bueno, nuestro cometido era algo ingrato y había algo de tensión. El hombre nos recriminó que fuéramos a aquellas horas de la noche a entregar la citación”, declara uno de ellos ante la Guardia Civil, seis días después. El testimonio de los agentes locales indica que los asesinatos se produjeron durante la madrugada del 24 de agosto. En el edificio donde se ubica la oficina de Beate viven algunos de los albañiles que han estado trabajando para los Werner-Schmitz. Los últimos son Mostafa y Nordine. Los investigadores no tardan en descubrir que Mostafa y su hermano Hammadi abandonan la isla el día después del crimen: este hecho convierte a los tres en sospechosos.

El primer marroquí que declara ante la Guardia Civil, el 27 de agosto, es Mohamed Zaidani, excompañero de piso de Mostafa y Nordine. Es él quien explica a los agentes que Mostafa y Hammadi se han marchado a Marruecos porque han recibido una carta en la que se cuenta que la madre de ambos está gravemente enferma. El trabajo no era un problema: Richard les había comunicado la tarde del 23 de agosto que no podían seguir trabajando en la obra. Antes de marcharse, los dos hermanos dejan 15.000 pesetas como adelanto del pago del alquiler de septiembre: tienen pensado volver a la isla. Además, dejan sus herramientas de albañilería en el apartamento. Nordine, que declara el 6 de septiembre en el cuartel, sabe poco de la familia alemana. Él solo ha trabajado cuatro días para Richard. Los siguientes días siguen declarando ciudadanos marroquíes tanto en las dependencias de la Guardia Civil como en los juzgados.

Hay una pista fundamental que lleva a los investigadores a trazar la conexión de los marroquíes que trabajan en la obra de Richard con su asesinato –y el de su familia–: en los días posteriores, la Guardia Civil, previa autorización judicial, interviene una carta de un familiar de Hammadi Bouchmaa, uno de los sospechosos que trabajaba en la obra, en la que se habla de 4,5 millones de dírhams, es decir, 50 millones de pesetas. Las autoridades policiales se preguntan cómo dos albañiles pueden enviar tal cantidad de dinero a su familia. Así establecen la hipótesis: ¿cabe la posibilidad de que hayan cobrado esa cantidad de dinero para ejecutar los asesinatos? ¿O, tal vez, para fabricar el hormigón? Todo es muy extraño porque, en otra carta interceptada por la Benemérita, Hammadi explica a un compatriota suyo que su hermano Mostafa cobraba 800 pesetas la hora.

En paralelo a esta hipótesis, los investigadores creen que el crimen, con aspecto de “ajuste de cuentas”, puede estar relacionado con el narcotráfico. Hay que situarse en el contexto de la época: en agosto de ese mismo año, el arrepentido Ricardo Portabales empieza a relatar ante el juez Baltasar Garzón y el fiscal antidroga Javier Zaragoza las operaciones de tráfico de cocaína que, menos de un año después, darán lugar a la Operación Nécora que implicaba a los narcos gallegos.

En el caso de Eivissa, dos días antes del cuádruple asesinato, la Guardia Civil incauta 6.000 pastillas de éxtasis, el mayor alijo interceptado hasta el momento en el ámbito europeo. Dos traficantes holandeses son detenidos. Uno de ellos, Proudhon Otto Wilhelmus Johannes, es cliente de Beate en la oficina de cambio de monedas. En ese edificio también vive Winston Skelley, un confidente de la Guardia Civil que engaña a Proudhon y a un compañero suyo para que introduzcan la droga en la isla. Winston conoce a Richard y a Beate.

El 26 de septiembre, la investigación da un nuevo vuelco. Llega una carta anónima a las comisarías de la Policía Nacional de Eivissa y Madrid. En ella se detalla que Richard Schmitz está envuelto en asuntos “oscuros”, relacionados con las drogas, junto a otros compatriotas suyos. “Todos trabajaban para el señor Ochoa de Medellín”. Se refiere a uno de los tres hermanos, probablemente José Luis o Fabio Ochoa, socios de Pablo Escobar, miembros del temible cártel de Medellín. Schmitz habría cometido un error, aunque no se especifica de qué tipo: la policía alemana ha interceptado una furgoneta que transportaba 650 kilos de cocaína en Múnich. La cantidad real de la droga eran 1.000 kilos, pero la policía, según esta carta, solo ha incautado la cantidad arriba descrita.

Siguiendo con el relato del anónimo, Richard Schmitz habría sido asesinado “por acto de venganza”. La carta también señala a los supuestos asesinos, descritos como “profesionales”: Bernd Sauter, alias ‘El Monstruo’, y Jörg, alias ‘El Boxeador’. La descripción apunta a un tercero, que asegura no saber quién es. Todos ellos serían, supuestamente, colaboradores de Schmitz. El documento, que llega desde Guipúzcoa, aporta documentación personal y fotografías de los supuestos asesinos. También detalla puntos de encuentro, entre ellos un local de Puerto Banús, supuestas residencias –todas en Marbella– y cuatro empresas para las que trabajaban supuestamente. En 1989, sostiene Amanda Tur, esta zona de la Costa del Sol –dos años antes de que Jesús Gil llegara al Ayuntamiento– ya era un “paraíso para las mafias”.

Lo primero que hacen las autoridades policiales es comprobar si se produjo la intervención de 650 kilos de cocaína. La policía alemana confirma que el 22 de agosto, dos días antes del cuádruple asesinato, se incauta dicha cantidad de droga, siendo detenidas catorce personas sudamericanas. Un mes después, el 21 de septiembre, se interviene un alijo de 350 kilos de cocaína en Stuttgart, con cuatro sudamericanos y dos alemanes detenidos. Ambas cifras suman una tonelada de cocaína, la cantidad que especifica la carta. Lo segundo que comprueban los agentes –a través de la Interpol– es que Goldfinger LTD –empresa para la que trabajan los 'narcos', según la carta– se dedica al tráfico de drogas.

Para seguir esta pista, el teniente de la Guardia Civil, Isidoro Turrión, y el inspector de la Policía Nacional, Lorenzo Martínez, se desplazan –junto a dos agentes de la policía federal alemana– a Marbella. AllÍ comprueban que los personajes de la carta existen: Bernd Sauter, 'El Monstruo', usa nombres e identidades falsas y es relacionado con el tráfico ilegal de coches. Detlev Jörg Retschkau, 'El Boxeador', vive en una furgoneta y coincide con 'El Monstruo' en un gimnasio, donde practican boxeo tailandés. Aparece un tercer nombre: Rudolf Veith, quien ha compartido casa con Bernd Sauter. Su novia, Pilar, es de Guipúzcoa. Los investigadores están convencidos de que ella escribió el sobre con el que se mandó la carta anónima, motivo por el que la Policía Judicial solicita 'pincharle' el teléfono. Esta intervención conduce a los agentes al domicilio de ambos en Stuttgart.

“Son las conclusiones a las que he llegado... He visto en prensa lo que se ha publicado sobre el asesinato, los cadáveres debajo de hormigón, y creo que han sido ellos. Los conozco”, describe Rudolf a los agentes. “Los 650 kilos de cocaína intervenidos eran droga del cartel... Yo había escuchado conversaciones en las que se hablaba de una tonelada de cocaína. Y Richard estaba implicado en el tráfico, pero a gran escala. Era el hombre de paja del narcotraficante colombiano Ochoa”, sostiene. Rudolf asegura a la policía que los Ochoa han estado varias veces en Eivissa y que son los verdaderos dueños de una de las casas, producto del lavado de dinero del narcotráfico.

“¿Por qué cree que los apodados 'El Monstruo' y 'El Boxeador', en concreto, fueron los asesinos de Richard y su familia?”, interrogan los agentes. “Por conversaciones que les oí antes: cuando hablaban de alguna persona que les resultaba molesta acababan diciendo 'la solución es fácil, hormigón'. A partir de ese momento dejaba de verse a la persona a la que intuía que hacían referencias (Rudolf compartió piso con Sauter en Marbella, ambos estuvieron en la cárcel por denuncias cruzadas). Leí que la familia había sido enterrada en hormigón y enseguida me acordé de esas conversaciones”, afirma Rudolf a los policías, sin pruebas directas del crimen.

“El móvil del crimen es el lavado de dinero procedente del tráfico de estupefacientes, del que Richard Schmitz sería un hombre de paja del narcotraficante Ochoa”, es una de las conclusiones que extrae la policía tras la declaración de Rudolf, el contenido de la carta y las comprobaciones realizadas en Málaga. La casa de Buscastell a la que se refiere Rudolf era propiedad de Proconsult Aktiengesellschaft, la sociedad que administraba Beate –desde su oficina de cambio de monedas, junto a la veintena de apartamentos, la casa en la que vivía junto a su marido y la que estaba en construcción–, pero cuya propietaria era, en realidad, Irmgard Schmitz, exesposa de Richard. Una de las hipótesis que manejaban los investigadores es que esta sociedad fuera la 'tapadera' usada para 'blanquear' dinero del cártel a través de la adquisición de propiedades inmobiliarias.

El papel de Irmgard es, por otro lado, uno de los asuntos no resueltos del caso. Declaró ante la Guardia Civil que hablaba dos veces al día con Richard, pero que no mantenían una relación sentimental. “Creo que ella se desplazó tan rápido a Eivissa (desde Alemania) para proteger sus propiedades porque había cosas ilegales. No quiere decir que ella tuviera nada que ver con los asesinatos, pero es posible que supiera por dónde iban los tiros”, explica a este respecto la periodista y criminóloga Amanda Tur.

Tampoco quedó claro si los obreros marroquíes habían tenido algo que ver con el crimen. Uno de los principales indicios que apuntaban a ellos fue fruto de un error en la traducción de una de las cartas interceptadas a Hammadi Bouchmaa, que se pensaba que hablaba de una cantidad de 4,5 millones de dírhams: 50 millones de pesetas. En realidad, la cantidad real que cita el hermano de Hammadi son 50.000 pesetas. “Nunca supe que esa cantidad estaba equivocada. Siempre trabajé preguntándome de dónde habrían sacado ese dinero. Y fue sobre todo por ese detalle por lo que no podía quitarlos de una lista de sospechosos, aunque las pistas, la forma en la que se cometió el crimen, me alejaran, paso a paso, de ellos”, señalaba, años después, el inspector Isidoro Turrión.

En cuanto a la hipótesis holandesa –dos narcotraficantes fueron detenidos por la Guardia Civil dos días antes de los asesinatos con 6.000 pastillas de éxtasis–, nada condujo a la confirmación de que estuvieran vinculados con los Werner-Schmitz, ni de que estos tuvieran conexión con el tráfico de éxtasis en Eivissa. La cuestión que tampoco quedó resuelta es quién quitó el candado de la verja de la entrada para sustituirlo por otro. Dos guardias civiles que participaron en la investigación, encontraron la ferretería donde existía el modelo de candado y las cadenas nuevas. Mientras la propietaria del negocio describía a la persona que compró uno igual, un dibujante –que había acompañado a los agentes– hizo un retrato, que caricaturizaba a “un hombre blanco, caucásico, de rasgos algo delicados y cabello ligeramente ondulado”.

El 25 de diciembre de 1990, El Día de Baleares publica un reportaje que relaciona el crimen con los hermanos Ochoa del cártel de Medellín. En una de las fotos, facilitada por la policía de Marbella, aparece supuestamente el menor de los hermanos, Fabio Ochoa. Sin embargo, según los agentes de Eivissa, aunque el hombre de la foto se parece mucho a Fabio Ochoa, se parece todavía más a Thomas Gerloff. Un año antes, el 11 de diciembre, Gerloff había sido detenido en Marbella en una operación antidroga. El aspecto físico de Gerloff, que formaba parte de la banda de Sauter, 'El Monstruo', y de Jörg, 'El Boxeador', coincide con el retrato que pintó el dibujante, la persona que habría comprado el candado y la cadena en aquella ferretería de Eivissa. Ninguno de ellos, sin embargo, acabó sentado en el banquillo de los acusados por este caso.

Un último detalle. La Policía Judicial terminó descartando que la segunda incautación de cocaína en Alemania, los 350 kilos, tuviera que ver con la conexión alemana–colombiana. En la carta de Rudolf se habla de que Richard cometió un error, ¿pero qué error? Los investigadores nunca llegaron a saber a ciencia cierta si Richard se había quedado con los 350 kilos de cocaína de los Ochoa (recordemos que el cártel de Medellín iba a distribuir una tonelada de cocaína, de la cual 650 kilos fueron interceptados) o si, por el contrario, había cometido un error que condujo a la policía a asestar un golpe a la cúpula del cártel de Pablo Escobar, Jorge Luis Ochoa y José Gonzalo Rodríguez Gacha, El Mexicano.

“No está muy claro qué error cometió. Pero se cree que, por su culpa, la Policía intervino el alijo de 650 kilos de cocaína, que era del cártel de Medellín. El cártel pudo pensar que se había quedado con los 350 kilos que faltaban, fuera eso verdad o no”, resume Amanda Tur. “Fue un ajuste de cuentas ejemplarizante. Un aviso para otras personas. Y para mí, el hecho de torturar a dos niñas fue para que los padres cantaran determinadas cosas y un escarmiento para el resto de la organización, por si alguno más quería escabullirse... o traicionar a la organización. Son hipótesis; no conseguimos las pruebas. Y fue frustrante, porque allí trabajamos mucho”, lamentó, años después, el teniente Turrión, quien se puso al frente de la investigación apenas una semana después de estrenar su nuevo cargo en la isla.











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