Contorsiones normativas a conveniencia, por René Gastelumendi
En nuestro ya confundido país, la norma, la prescripción, la regla, lejos de ser faros que aclaran, que guían, de tantas contraluces que las acechan terminan convirtiéndose en un laberinto de espejos. Lo vemos una y otra vez, y las recientes idas y venidas entre el Ministerio Público y la Junta Nacional de Justicia (JNJ) son solo el último capítulo de esta saga recurrente de anomia formal en la que la gobernabilidad se ahoga y, con ella, nosotros. La ciudadanía, testigo por ahora atónita, se enreda en discusiones jurídicas que, a la postre, la desconectan del propio concepto de justicia, legalidad y derecho.
Recordemos, por ejemplo, el cierre del Congreso durante el gobierno de Martín Vizcarra. La "cuestión de confianza" se convirtió en el epicentro de un debate encarnizado. ¿Era constitucional su interpretación para disolver el parlamento? Abogados de uno y otro lado defendieron posturas irreconciliables, sembrando la duda sobre la validez de un acto de tal trascendencia. Hasta que el Tribunal Constitucional lo zanjó. Aun así, un nuevo congreso cobró venganza sobre una “cosa decidida”. La moneda se volteó cuando el penúltimo legislativo , con su propia lectura de la figura de la "vacancia presidencial", intentó y logró destituir al mismo Vizcarra. En ambos casos, no se trataba de si la norma existía, sino de cómo se debía entender y aplicar.
Las demandas competenciales, un recurso cada vez más frecuente, son otro claro ejemplo de esta patología. Los poderes del Estado, en lugar de coordinar y colaborar, se enfrascan en feroces disputas sobre quién tiene la potestad de hacer qué y cómo, llevando sus diferencias al Tribunal Constitucional antes de agarrarse a los golpes. Ejecutivo versus congreso, Poder Judicial versus congreso, Ministerio Público versos resto del mundo. Y aunque este último, el Tribunal Constitucional, es el intérprete supremo de la Constitución, sus fallos abren nuevas ventanas a la controversia o son percibidos como orientados por intereses políticos.
La situación actual con la JNJ es un microcosmos perfecto de esta crisis hermenéutica, de tantos grises que oscurecen. Esta vez, la pretendida restitución de Patricia Benavides ha desencadenado una avalancha de interrogantes sobre la interpretación de sus propias resoluciones. ¿La unanimidad requerida es del pleno de la JNJ o solo de los miembros presentes en la votación? ¿La restitución es como Fiscal de la Nación o solo como fiscal suprema? ¿Y quién tiene la última palabra sobre cómo interpretar esa resolución? ¿Y qué se hace mientras tanto? Las respuestas varían según las anteojeras con las que se mire, y cada abogado, seguro con su libreto bajo el brazo, ofrece su propia versión de la verdad. Un día aquí, un día allá.
Lo más alarmante de todo este intríngulis jurídico permanente, es el efecto corrosivo en la confianza ciudadana hacia las reglas, peor aún, hacia la convivencia civilizada. Cuando la ley no es clara o es susceptible de múltiples interpretaciones que parecen ajustarse a conveniencias del momento, el ciudadano común deja de percibirla como un pilar de orden y justicia. Se dispara la depredación, el sálvese quien pueda hasta en el propio vecindario. Se genera una sensación de arbitrariedad, de que las reglas de juego pueden cambiar en cualquier momento o que la balanza de lo justo se inclina según quién tenga la interpretación más hábil, el argumento más convincente en el estrado mediático o más votos en el congreso, mayor influencia o deuda de favores en el máximo Tribunal, también bajo sospecha.
Esta confusión se agudiza porque los debates jurídicos se vuelven espectáculos públicos. Los programas de televisión y las redes sociales se llenan de expertos que, en lugar de clarificar, a menudo profundizan en la polarización política para camuflar los beneficios de sus clientes. La complejidad de los términos legales y la diversidad de opiniones terminan por crear una brecha insalvable entre el derecho y la percepción popular. La gente se harta, se desinteresa y, peor aún, se distancia de la idea de que la ley es para todos y se aplica de manera equitativa. Que sirve. Entonces se incuba el dictador que muchos desean, hasta que no quiera irse nunca del poder, aprovechando las posibilidades exegéticas, el copamiento de las instituciones y hasta “las interpretaciones auténticas” para camuflar autoritarismos que en algún momento nos alcanzan y ya es tarde.
Es imperativo que busquemos mecanismos para reducir esta ambigüedad que va a incubando silenciosamente la figura de un tirano “salvador” que aún no conocemos. No se trata de eliminar la interpretación, que es inherente a cualquier sistema legal, sino de limitar el espacio para las interpretaciones interesadas y conflictivas. Una mayor claridad en la redacción de las normas, procesos de deliberación más transparentes y la consolidación de una jurisprudencia sólida y respetada son pasos esenciales. Partamos de allí, De lo contrario, seguiremos atrapados en este ciclo de disputas sobre el significado de las palabras, de las reglas, de las indicaciones, de la propia democracia, mientras la verdadera justicia y la estabilidad institucional se desvanecen en el horizonte de una reforma de la investigación y los procesos propiciada por los procesados y los investigados. No hay quien le ponga el cascabel al gato. La resistencia del tablero tiene fin si no se cuida el tablero. Que no lo pateen.