Así fue como el zar Pedro el Grande acabó prohibiendo las barbas en Rusia inspirándose en el avance de Europa
Decreto - El decreto que obligaba a afeitarse transformó un hábito personal en una cuestión política, obligando a muchos hombres a esconder sus barbas cortadas como símbolo de resistencia frente a un poder que despreciaba los valores del pasado
Una bomba artesanal y años de obsesión: la caída del zar Alejandro II
Un carpintero ruso se guardó su barba cortada dentro del abrigo con la intención de enterrarla junto a su cuerpo. Decía que así podría entregarla a San Nicolás cuando llegara al otro mundo. Otros compañeros suyos, también obligados a afeitarse, habían hecho lo mismo.
Las autoridades le habían rasurado tras aprobarse un decreto que convertía el vello facial en motivo de sanción. Aquello ocurría mientras Pedro el Grande regresaba a Rusia con un plan reformista que no admitía símbolos antiguos.
La ficha metálica servía de salvoconducto y recordatorio de sumisión
En 1698, el zar, que curiosamente llevaba un bigotito, impuso un impuesto para quienes deseaban conservar la barba. La medida formaba parte de un programa más amplio con el que pretendía occidentalizar el país e incorporar prácticas que había observado en Londres, Ámsterdam o Viena.
Según el historiador V. M. Zhivov, en su ensayo Cultural Reforms in Peter I’s System of Transformations, esa estrategia no era solo estética: “El emperador demostraba que ejercía un poder divino, y la sociedad debía aceptar esa superioridad inhumana o rechazarla como una empresa satánica”.
El pago del tributo daba derecho a portar una ficha metálica, con una barba y unas tijeras grabadas, que acreditaba haber satisfecho el requisito. Los campesinos pagaban una kopek al cruzar la puerta de las ciudades, mientras que los nobles y militares tenían que desembolsar hasta cien rublos al año. El Estado obtenía ingresos y al mismo tiempo forzaba un cambio de apariencia que pretendía marcar el inicio de una nueva época.
Los primeros en sufrir las consecuencias fueron los asistentes a una fiesta de Año Nuevo organizada por el propio Pedro. Allí, el monarca empuñó una cuchilla y empezó a afeitar a sus invitados sin previo aviso. El gesto simbolizaba la ruptura con las normas heredadas.
En palabras del visitante británico John Perry, recogidas por The Project Gutenberg eBook of The State of Russia Under the Present Czar, muchos hombres aceptaron ser afeitados solo por “el terror a que les arrancaran los pelos de raíz o se llevaran parte de la piel”.
El rechazo fue inmediato. Para la Iglesia Ortodoxa, la barba representaba una conexión sagrada con la imagen de Dios. Afeitarse implicaba profanar esa semejanza. Según el relato de Perry, un carpintero le mostró su barba recién cortada y explicó que pensaba guardarla hasta su muerte para que lo acompañara en el ataúd.
La oposición también se extendió entre los soldados del cuerpo de los streltsí. En 1705, los sublevados de Astracán reclamaron el retorno a las vestimentas tradicionales y denunciaron las órdenes de afeitado como contrarias a la fe cristiana. La rebelión terminó con una represión sangrienta que dejó cientos de muertos y reforzó aún más el autoritarismo zarista.
La policía del afeitado patrullaba mercados y calles con cuchillas en mano
Para asegurar el cumplimiento de la norma, Pedro puso en marcha un sistema de inspecciones por las calles. Sus agentes recortaban las túnicas de quienes usaban ropa antigua y exigían la ficha a cada hombre con barba. En caso de no presentarla, el castigo incluía multas o el afeitado forzoso en plena vía pública. La vigilancia alcanzaba mercados, aduanas y plazas. Quienes no querían someterse al nuevo aspecto, acababan pagando por conservar el viejo.
Aquel impuesto también dividió a las élites. Algunos boyardos se aferraron al uso de barba como símbolo de jerarquía. Otros cedieron para mantener sus privilegios en la corte. En las zonas rurales, en cambio, la norma fue menos efectiva. La falta de funcionarios impedía su aplicación sistemática y muchos campesinos seguían llevando barba sin pudor. Solo cuando entraban en las ciudades se veían obligados a cumplir.
Con el paso de las décadas, el impuesto perdió fuerza. La administración resultaba costosa y el impacto ya se había consolidado entre los sectores más expuestos a los cambios del zar. En 1772, Catalina la Grande derogó oficialmente la tasa. Para entonces, el afeitado masculino ya se había extendido entre los estratos urbanos como una costumbre asumida, sin necesidad de fiscalización.
El objetivo de Pedro consistía en moldear un país distinto, reconocible ante Europa. Aunque muchas de sus reformas cayeron en el olvido, la del impuesto a la barba dejó un testimonio físico y visible de hasta dónde estaba dispuesto a llegar para imponer su visión.