El Espejismo de la Seguridad, por Daniel Encinas
A mediados del siglo pasado, una ola de criminalidad remeció Estados Unidos. La violencia y los delitos contra la propiedad crecieron sin freno durante décadas. Vivir con normalidad era imposible en muchos barrios pobres. Las calles no eran un espacio seguro para la gente que salía a trabajar o los niños que iban al colegio. En 1994, James Darby, un niño de 9 años, escribió una carta al presidente expresando su temor a ser asesinado y pidiéndole poner freno a las matanzas. Pocos días después, una bala perdida le quitó la vida.
Se tenía que hacer algo. Era urgente. Las cosas no podían seguir así.
Desde 1970 en adelante, los estadounidenses apostaron por la mano dura (get tough policies): más personas irían realmente a la cárcel, incluso por delitos menores, y por períodos más largos. La expectativa era que, con más delicuentes tras las rejas, el crimen disminuría. No solo eso: se esperaba que los potenciales delicuentes pensaran dos veces la cosa antes de cometer fechorías.
En un principio, no todos estuvieron de acuerdo con la mano dura. Los republicanos enbanderadon la postura y buena parte de los demócratas se opusieron. Pero esto cambió en unos pocos años. Con Bill Clinton en la Casa Blanca, la mano dura se convirtió en una política bipartidista. Y la mayoría de la población aplaudió las medidas.
Todo esto viene a cuento porque hoy vivimos una crisis de inseguridad en el Perú. Por ahora, las voces a favor de la “mano dura” son bastante predecibles: Keiko Fujimori, Carlos Álvarez o Rafael López Aliaga. Pero la experiencia estadounidense enseña que la indignación y el miedo pueden hacer crecer el consenso a favor de este tipo de medidas. La gente exige soluciones y ningún político quiere quedar como blando frente a los asesinatos.
Nada de esto sería un problema si la historia con la que inicié no tuviese una segunda parte: los resultados. Durante cuatro décadas, las cárceles de Estados Unidos pasaron de tener 200,000 personas privadas de libertad en 1973 a casi dos millones en 2024. La mayor población carcelaria del mundo, liderando los rankings internacionales de encarcelamiento. Pero el crimen no siguió la misma trayectoria. De acuerdo con el National Research Council, “las tasas de criminalidad no mostraron una tendencia clara” en el mismo periodo.
En el mejor de los casos, el balance es desalentador. Y, en el peor, alarmante.
Investigaciones recientes concluyen que un mayor encarcelamiento no tuvo ningún efecto claro sobre la reducción del delito. Otros estudios, más sofisticados, muestran que aumentar 10% la población carcelaria sólo reduce el crimen entre un 2% y 4%. Pero lo más escalofriante es que, cuando el encarcelamiento se vuelve masivo, el crimen puede aumentar en lugar de disminuir.
Seamos totalmente claros con el diagnóstico: se ha invertido un montón de plata en una política que, a duras penas, cumple su objetivo y hasta puede ser contraproducente.
Ahora bien, el costo no es solo económico sino también social. El encarcelamiento masivo ha impactado de manera desproporcionada a la población de sectores tradicionalmente marginados. Hoy, siete de cada diez presos en Estados Unidos son afroamericanos o latinos. Y sus familias y comunidades sufren las consecuencias. El encarcelamiento rompe lazos sociales, empobrece y debilita la confianza en el sistema legal. Curiosamente, todas éstas son condiciones que pueden alimentar más la criminalidad y la violencia.
Por contraste, reducir el desempleo, mejorar los salarios y aumentar la presencia policial parece ser más efectivo para disminuir el crimen. Y la edad también importa. Conviene pausar en este punto: se ha encontrado que la propensión a delinquir disminuye con el tiempo. O sea, alargar las sentencias es poco eficiente. Porque, además, resulta que aquello que realmente disuade no es la severidad del castigo, sino la probabilidad de ser atrapado. La pregunta que se hacen las personas no es “¿me darán muchos años de cana?”, sino “¿me van a agarrar?”. Los potenciales delincuentes no pasan sus ratos libres leyendo las actualizaciones del Código Penal.
Llegados a este punto, el lector avispado podría objetar que la realidad peruana es muy distinta a la estadounidense. Tiene razón. No somos Estados Unidos. Pero las mismas lecciones se repiten en México, Colombia, Brasil y otros países de América Latina. En distintas regiones del mundo, la “mano dura” ha resultado poco efectiva y hasta contraproducente. Como recuerda Omar García Ponce, politólogo de la Universidad de George Washington, “las medidas punitivas suelen exacerbar la violencia… y, si logran reducir el crimen, el éxito suele ser efímero y se logra a costa de la libertad y la democracia”.
Pese a la abrumadora evidencia, no faltan voces en el debate público que descalifican estos estudios. Un ejemplo es el periodista Paolo Benza, quien en varias ocasiones ha arremetido contra “la Academia” —así, en general— por advertir que las políticas de mano dura podrían tener efectos contraproducentes. Según él, esta postura académica revela una actitud indolente basada en “modelos teóricos” que no entienden la realidad de las calles.
Este tipo de crítica no sólo es errónea sino bastante injusta. Lejos de la ceguera de escritorio, muchos académicos que estudian la violencia criminal recogen información de primera mano en contextos peligrosos. Nos ayudan a entender la realidad que vivimos con rigurosidad. Y canalizan la indignación hacia la búsqueda urgente de respuestas sobre lo que funciona (o no) para disminuir el crimen.
Pero los estudios académicos hacemos mucho más: también nos interpelan. ¿Cómo nos hemos convertido en un país donde la amenaza y el asesinato por extorsiones son noticia cotidiana? ¿Qué condiciones hemos creado en los últimos años para que el crimen aumente y hasta menores de edad se dediquen al sicariato?
Para ser totalmente claro, nadie niega que la maldad existe. Hay psicópatas que muestran comportamientos antisociales desde temprana edad, carecen de empatía, no sienten culpa ni remordimiento y, muchas veces, terminan cometiendo crímenes. Hay personas que son un peligro público y no deben andar en las calles. Hay crímenes cuya gravedad debe ser sancionada con dureza.
Pero la ola de criminalidad que atraviesa el Perú no responde a un brote repentino de maldad o locura. Es el reflejo de un entorno que hemos contribuido a construir. Como sociedad, necesitamos mirarnos de frente y asumir nuestra responsabilidad en la creación de esta violencia. Lo verdaderamente indolente es negarse a responder esas preguntas incómodas e insistir, con terquedad, en estrategias que funcionan como un espejismo: ofrecen una falsa sensación de seguridad, pero muestran pocos resultados y generan nuevos problemas.
La alternativa a la mano dura no es ser blandos con el crimen, sino una combinación de firmeza y autorreflexión colectiva. Esto implica mirar el entorno que engendra la violencia criminal y atrevernos a transformarlo.
Porque si no nos miramos en el espejo, seguiremos atrapados en el espejismo.