Salí del edificio, musité una oración y bendije la seguridad social
Mi proverbial temor a las agujas y a las inyecciones viene de la infancia, allá en San Francisco, cuando doña Luz llegaba a casa y ponía a hervir la cajita metálica con las jeringas, para esterilizarlas.
Eran épocas en las que, tarde o temprano, los niños caíamos en cama con paperas, rubéola, sarampión, poliomielitis, colección de males que padecíamos y que, gracias a los programas de inmunizaciones que se comenzaron a implementar en el país, han sido controlados.
Mientras doña Luz tomaba café con mi madre y hervía “sus armas” en la cocina, yo sudaba tacacos, pues sabía lo que me esperaba. Desde entonces y hasta la fecha, si me van a extraer sangre, ni a palos vuelvo a ver la aguja en el momento del pinchazo; tampoco reparo en el tubillo que se va llenando en instantes de eternidad. Porque, si vuelvo a ver, de fijo que me desmayo.
En fecha reciente, a raíz de una inquietante baja en los niveles de hemoglobina que me detectaron, fui sometido a un procedimiento de seis horas en el Hospital Nacional de Geriatría y Gerontología, consistente en una transfusión de hierro.
Adherido al gigante o pedestal que sostenía la bolsa, experimenté uno de esos pasajes en los que, para uno, la vida se detiene. Al susto anticipado de la inserción de la aguja en mi mano izquierda, agregaba la duda de si sería capaz de permanecer por tanto rato conectado a esa torre cargada de monitores, instrumentos, cables, mangueras y manguerillas. Vale que, gracias a la fina atención que recibí de los médicos(as), enfermeras(os) y de todo el personal, intuí que, por lo menos en esa jornada, no iba a morir atado al mástil que escanciaba gota a gota el líquido, como un reloj de arena existencial.
Hubo un momento en que tuve que levantarme. De pie, aferrado al aparato, por efecto de la similitud, acudió a mi memoria una de las escenas más conmovedoras que recuerdo de la cinematografía mundial. Me refiero a Philadelphia (1993), historia basada en la vida real.
En su fase terminal, por causa del sida, Andy Beckett (Tom Hanks) explica a su abogado, Joe Miller (Denzel Washington), las razones por las que se siente preparado para morir. De pie, como un apóstol del dolor, Andy se apoya en el pedestal al que está conectado por vía intravenosa. Por iniciativa del paciente, ambos escuchan la ópera La mamma morta, interpretada por María Callas, legendaria soprano griega, considerada como la cantante más importante del siglo XX.
Mientras la portentosa voz de la diva llena la pantalla de profundos significados que Andy explica con maestría a su amigo y jurista, en la sala oscura, anclado en la butaca, el espectador comprende plenamente la extraordinaria dimensión del drama.
Vuelvo al hospital. Al final de la prolongada transfusión de hierro, con delicadeza, un enfermero desprende la aguja y me ayuda a incorporarme paulatinamente. Se quiebra mi voz mientras agradezco a todo el personal y abandono el recinto hospitalario. Salgo del edificio, musito una oración que me viene del alma y bendigo la seguridad social.
Tu vara y tu cayado me infundirán aliento… Esta frase del salmo 23, versículo 4, de la Biblia nos debe servir para pedir al Creador que ilumine a los gobernantes, a ver si acaso caen en cuenta de que son ellos, políticos de antaño y hogaño, los que han saqueado a la Caja Costarricense de Seguro Social.
Porque si, por desgracia, la cultura del odio y la intolerancia, el populismo y la insensatez que imperan en la actualidad acaban con esta gran conquista de 1941, “el bienestar del mayor número” será solo un triste epitafio del país que estamos a punto de echar a perder.
roberto.comunic@gmail.com
Roberto García H. es periodista.