La historia debe repetirse, por Jaime Chincha
Es 1959 y el presidente Manuel Prado Ugarteche enfrenta una combativa y pertinaz oposición. La crisis económica de la posguerra le está pasando factura al Perú. Como siempre suele suceder en el tercer mundo, las cuentas se pagan con varios años de diferencia. El principal crítico de Prado es, tan furioso como inteligente en sus diatribas, el señor Pedro Beltrán Espantoso.
Director del otro célebre periódico en formato estándar que hay en el país –además de El Comercio–, desde el diario La Prensa, Beltrán logra hacer una genuina escuela periodística y consigue liderar un medio de vanguardia, de corte liberal de a de veras y liderando una cantera de geniales cronistas como Arturo Salazar Larraín, Enrique Chirinos Soto, Julio Cotler y hasta Mario Vargas Llosa. La escuelita, le dirían de entonces, y para el futuro, a uno de los mejores medios que tuvo el Perú a mitad del siglo XX. La cosa es que Beltrán –sobre quien nadie se ha atrevido a hacer una biografía auténtica y que reconozca su legado, no solo en el periodismo sino también en la política–, emprende una valiente campaña de críticas con sustento respecto a la política económica de Prado.
Es el Perú que está doblando la esquina a la década de los sesenta, con mucho populismo, con números en rojo y con la herencia del odriísmo que aún seguiría tan vivo por varios años después –tan activo y dúctil como para ser capaz de aliarse con sus enemigos apristas–; cosechando, con el efectismo que ni el propio Joseph Goebbels se habría imaginado, aquella frase fundamental que acuñaría don Manuel: “hechos y no palabras”.
El asunto es que el presidente Prado, en las postrimerías de los cincuentas, recibe críticas sólidas, férreas y, para su mala ventura, impolutas. Beltrán sostiene que la política económica de Prado es ineficaz y perjudicial para el Perú. Desde La Prensa, Beltrán –quien ya es entonces un íntimo, un cercanísimo, un amigo de Eudocio Ravines– era tan o más furibundo que mi tío bisabuelo, por línea materna. Reniego, y con la justicia como antebrazo, que Eudocio ha sido relegado, borrado, sacado del juego de lo que fue la política de aquellos años.
El notable escritor e investigador, Rafael Dumett –autor de uno de mis libros favoritos ‘El camarada Jorge y el dragón’–, describe al tío Ravines como un personaje fundamental del ajedrez político del siglo XX. Dice Dumett, con acierto, que “hay que aprender a digerir la vida y la obra de Ravines. Ser consciente de que el banquete viene con espinas y que puede estar envenenado, pero que es necesario introducirlo en nuestra boca. Masticarlo. Tragarlo. Asimilarlo. Sea maná, revulsivo o medicina. O todo al mismo tiempo.” (1)
La cosa es que Beltrán y Ravines se hicieron íntimos. La inmensa transformación del tío bisabuelo viajó a lo largo de todo el espectro político que uno se pueda imaginar y entender. Ningún político peruano habitó todos los tambos de la política peruana. Fundó el Partido Comunista con el aval de Mariátegui, hizo sociedad con Haya en el primer aprismo, viajó a la Unión Soviética y fue allí –dice el zamarro de mi tío– que se desencantó del comunismo; terminó escribiendo un libro reivindicando el golpe de Pinochet. Lean ‘La Gran Estafa’ para entender todo el proceso de su conversión. Es posible que la pluma rabiosa y venosa de Ravines haya penetrado, en parte, al genio de Beltrán. Tanta fue la cantaleta; la crítica, el martillo golpeándole cada mañana sobre la cabeza con cada portada y cada editorial de La Prensa, que a Prado no se le ocurre mejor idea que llamar a Beltrán y ofrecerle el ministerio de Hacienda e inmediatamente después la presidencia del Consejo de Ministros. Y tiene toda la razón del mundo Dumett cuando dice que: “sin incluir a Eudocio Ravines, es imposible entender la historia política del Perú del siglo XX.”.
Es 2025 y está por comenzar la campaña presidencial. Una contienda que se prevé feroz, inédita y burda; si es que de la inteligencia artificial hablamos como principal estrategia y método. Por estos días, hay un tren gringo que ha llegado y que se anuncia como la solución al problema del transporte limeño. Esta última frase está en seria discusión, pues se vienen descubriendo graves fallas en su infraestructura, en sus años de vida útil, en si son o no chatarra y un sinfín de complejidades.
Ya les conté en un artículo anterior, que yo viajé en esos coches desde San José hasta South San Francisco. El problema es adaptar toda esa carrocería a nuestras precarias condiciones de paraderos, estaciones, señalizaciones y demás que aún no tenemos para que ese tren se haga realidad. Lo más jodido de todo es que se ha armado una bronca sin parangón entre el ministro de Transportes, César Sandoval; y el alcalde de Lima, Rafael López Aliaga. La cosa ya llegó al nivel de esas peleas en el fango, entre dos contrincantes en tangas.
Si Dina Boluarte tuviese un breve, pero intenso rapto de lucidez, haría como Manuel Prado en 1959. Dina llama a López Aliaga y le diría algo tipo: “¿quieres que se hagan los trenes lo más pronto posible?”. Sí, respondería un angustiado Porky. Perfecto, te ofrezco el cargo de ministro de Transportes y Comunicaciones. Un largo e incómodo silencio se produciría en el momento exacto de la propuesta de Boluarte a López. No, pues, yo quiero ser candidato a presidente –respondería el todavía alcalde–, pero Boluarte, si fuese alguien con ciertas artes en la política, como las de Prado, respondería algo como: “entonces que venga Reggiardo; un político joven, astuto, de tu equipo y capaz de resolver un entuerto que mi ministro acuñista no es capaz de solucionar”. No, pues, él debe reemplazarme en el último de mi gestión municipal. Entonces tráeme a cualquiera de tus regidores o regidoras, que salen con tanto conocimiento y sapiencia del tema ferroviario en los medios; tráeme a quien sea, pero que sea de tu equipo y el tren lo sacamos cuanto antes.
Lamentablemente, ni Dina es Prado ni –mucho menos– López Aliaga es Beltrán. ¿Ya ven qué importante es la política de verdad?
(1) Incas, espías y astronautas. Rafael Dumett (2025)