La deuda infinita de todo un país con Lola Flores
La España cañí es, además de un maravilloso pasodoble, una estética que atraviesa los años, las personas y las cosas. Pareciera que debido a la famosa flamenca que coronaba con el arrebol de su bata cola el televisor, lo cañí, o sea, lo gitano, dominara lo «andalú». Pero cañí es el imán de la paella y también el «cagané». Y Naranjito, prueba palpable de que unas imágenes despreciadas, criticadas y relegadas a la basura de la historia resplandecen y se burlan de sus detractores al convertirse en emblemas de una españolidad orgullosa de serlo. Y la antiEspaña llega al desprecio a la bandera española y el Himno Nacional, considerado, por el friquismo pijiprogre, como «una pachanga fachosa». Ignoran esos de la izquierdona que al resucitar al olvidado Franco lo han emblematizado como un súper frankomodín.
Así se va llenando el museo del «souvenir». Todos unidos en la españolada: la revancha de los clichés acumulados como refulgentes emblemas de una españolidad rechazada.
Como Picasso, no buscaba, encontraba al cantar y bailar a su aire; creaba vuelos nuevos
La España cañí, que nace con el cine y los espectáculos folclóricos de los años 30 y declina en los 60, sigue fiel a los versos del pasodoble torero: «Tú no sabes lo que te quiero / España del alma mía / Si me apartan de ti me muero / pues vivo de tu alegría / Soy cañí porque así me hizo Dios».
Los espectáculos de variedades arrevistadas de esos años vibraban con estampas de la España cañí en la que dominaba lo «andalú sobre otros temas regionales. Desde la jota de picadillo aragonesa» hasta estampas bilbaínas de Los Chimberos cantando «Desde Santurce a Bilbao». Conchita Piquer interpretaba con gran dramatismo «La Maredueta» vestida de valenciana o «La Dolores», de aragonesa. No podía faltar el «Zapateado de Sarasate», del compositor navarro Pablo Sarasate, Los bilbaínos Xey cantando «Buen menú» y Maruja Heredia, La Estrella del arte cañí, con los palillos, todos mezclados en un gazpacho con sabor a «Cocidito madrileño» del chulapo logroñés Pepe Blanco.
Pero la cabecera de cartel lo dominaban las estrellas de la copla española y del cante jondo: la Niña de los Peines, además de Estrellita Castro, Lola Flores y Manolo Caracol, Juanita Reina, Antonio Molina, Juanito Valderrama y Manolo Escobar.
Lo cierto es que ningún folclore regional español pudo superar en esencia, presencia y potencia al arte andaluz. La copla y el flamenco se modeló desde Andalucía, a pesar de que Imperio Argentina y Conchita Piquer, dos españolazas, impostaban su acento andalú. La copla es una partitura musical que engloba cuatro décadas dominadas por las folclóricas andaluzas. Aparte de la valenciana Conchita Piquer, dominaron la escena Juana Reyna y Marifé y Lola. Todas ellas dramatizaron las tragedias cotidianas de León y Quiroga como si les fuera la vida en ello. Unas paseando la bata de cola y trazando arabescos con el abanico, otras desfogándose cantando su pena penita pena.
Pero, en esa galaxia de la copla española, quien mejor resume y se erige en emblema indiscutible de la españolidad es Lola Flores con su arte cañí. No sólo por ser gitana, sino porque la gente y el tiempo hicieron de ella el emblema «folki» de la España cañí contemporánea.
El arte... una cosa abstracta
Como confesó una «aturdía» Rocío Jurado a JM Ullán al salir del MoMA de Nueva York: «El arte... qué cosa más abstracta». Así era el arte gitano de Lola Flores, arte abstracto, pues, como Picasso, no buscaba, encontraba al cantar y bailar a su aire, arrebatada, creando revuelos nuevos. Poseída como un toro de Osborne enjaulado, embistiendo entre palmas y oles.
Porque Lola fue un más allá: incapaz de distinguir el arte de la vida. Ni siquiera cuando el malvado Borrell la llevó a juicio por unos millones impagados al Fisco, como si a ella, españoleando por el mundo, no le debiéramos muchos más. Por eso dijo: «Si una peseta diera cada español, no a mí, a donde tienen que darla, quizás saldaría la deuda». Con su genio pop, personificaba la revancha del cliché, ese que ridiculiza la memoria histórica.
Por ese sin vivir, volcado en su proyección mediática, se erigió en el icono indiscutible de la españolidad de su momento. Su multitudinario entierro atestigua la devoción de los españoles por La Faraona. Veinte años después de su muerte pervive, a pesar del dicho de que los españoles entierran muy bien, pero son más dados al olvido. Finalidad de los emblemas de la españolidad: ser la nemotecnia del recuerdo.