Éxito anunciado
Frente al escepticismo de unos pocos prevaleció desde el principio el convencimiento de que el Jubileo de los Jóvenes se cerraría felizmente. La experiencia acumulada por sucesivas Jornadas Mundiales de la Juventud, una muy feliz iniciativa de san Juan Pablo II, permitía suponer que los muchachos y muchachas de todo el mundo responderían a la convocatoria, sobre todo coincidente con un Año Santo.
Y así ha sido: desde el 28 de julio al 3 de agosto la ciudad de Roma fue invadida por festivas multitudes que enarbolando sus banderas nacionales y cantando recorrían sus calles y plazas y se reunían en algunas de las muchas iglesias de esta ciudad para asistir a las catequesis o rezar.
Nadie podrá regatear la realidad de que en las dos últimas jornadas del Jubileo estaban presentes un largo millón de personas que además de sufragarse el gasto del viaje y de la estancia tuvieron que recorrer a pie no pocos kilómetros para acercarse a la explanada de Tor Vergata donde León XIV presidió la Vigilia y la Misa de Clausura.
En ocasiones semejantes no ha faltado quien se pregunte por los “resultados” como si se tratase de una operación económica o financiera; se trata de una ignorancia supina porque ignora cómo Dios actúa en la intimidad de las personas y cómo los frutos, en la inmensa mayoría de los casos no son inmediatos y ostensibles sino que necesitan una maduración que puede durar meses e incluso años. No es raro encontrara a sacerdotes o religiosos y religiosas que afirman que su vocación germinó en esos encuentros. Esta vez habrá sucedido lo mismo pero es una realidad que rehuye la publicidad.
En todo caso el Jubileo ha dejado un rastro luminoso en la vida de la Iglesia y ha confirmado, por otra parte, que León XIV, sin querer imitar a Francisco, empatiza con el mundo juvenil, le comprende y le anima a lanzarse a aventuras más nobles que las de poseer, acumular o consumir.