Transportistas volvieron a protestar contra el crimen organizado: más de 100 empresas acataron el paro nacional
La mañana del jueves 2 de octubre comenzó distinta en Lima. Calles que suelen despertar entre el rugir de combis y buses, amanecieron con un silencio extraño. Más de 100 empresas de transporte urbano y miles de conductores cumplieron su promesa: detener sus vehículos como medida de protesta frente a la ola de violencia que, aseguran, los viene arrinconando desde hace meses.
La Coordinadora de Empresas de Transporte Urbano de Lima y Callao había anunciado con anticipación la jornada de paralización. Sus dirigentes, encabezados por Héctor Vargas, advirtieron que no se trataba de una acción aislada, sino de un grito desesperado contra la extorsión y el sicariato que azotan al sector. “El 30% de los choferes ha dejado de trabajar por miedo”, declaró Vargas en la víspera.
A ellos se sumaron gremios importantes como la Asociación Nacional de Integración de Transportistas (ANITRA), representada por Martín Valeriano, y la Confederación Nacional de Transportistas, presidida por Miguel Palomino. Con esas adhesiones, la paralización adquirió un carácter nacional, extendiéndose también a regiones del norte y del sur.
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Calles vacías y ciudadanos varados
Desde tempranas horas, la ausencia de buses fue evidente en distritos del norte como Puente Piedra, Carabayllo y Ate. Los paraderos, habitualmente abarrotados de pasajeros en hora punta, se mostraban preocupados ante la escasez de vehículos. Algunos colectivos aprovecharon el vacío para ofrecer servicio, pero los precios se duplicaron o incluso triplicaron.
“De pagar dos soles, ahora me piden cinco”, reclamaba una pasajera en Puente Piedra, mientras esperaba bajo el sol. La falta de unidades no solo incrementó los costos, también afectó a quienes, por necesidad, aceptaban trasladarse a medias. Varias combis recogían pasajeros, pero los dejaban a mitad de camino, aludiendo que las vías estaban bloqueadas o que los manifestantes no permitían continuar.
En la Vía de Evitamiento, usuarios reportaron tiempos de espera de hasta 15 minutos para conseguir un vehículo. Empresas tradicionales como Etuchisa, Vipusa y El Rápido detuvieron su flota casi por completo. Algunos choferes, sin embargo, decidieron trabajar parcialmente. “Depende de cada uno”, reconocía un conductor que había encendido su motor a media mañana, aunque con temor evidente.
La presión social no tardó en llegar. A la altura de Pro, varios buses amanecieron con las llantas pinchadas, señal de advertencia para quienes no acataran la medida.
Bloqueos y movilizaciones hacia el Congreso
El paro no se limitó a la ausencia de unidades. En distintos puntos de Lima se reportaron bloqueos de vías. Buses atravesados en plena calzada impedían el tránsito en la avenida Abancay, la Panamericana Norte y la avenida Larco. En sus lunas posteriores colgaban carteles improvisados con mensajes de rechazo a la indiferencia de las autoridades.
Los transportistas no se quedaron estáticos. Desde puntos estratégicos como Tres Ruedas y Puente Nuevo, iniciaron marchas que confluyeron en el centro de la capital, rumbo al Congreso de la República. Querían ser escuchados en el mismo corazón del poder político.
Las movilizaciones se realizaron bajo vigilancia de la Policía Nacional. El viceministro del Interior, Maxfredid Pérez, apareció en Puente Nuevo para confirmar el despliegue de casi 3.000 efectivos y más de 400 vehículos policiales en 18 zonas críticas de la capital. La consigna era clara: garantizar el derecho a la protesta, pero sin permitir que el caos se desborde.
El trayecto de los transportistas se unió con otros gremios, como federaciones de construcción civil, que también marcharon al Congreso tras pasar por el Ministerio de Trabajo. Esa convergencia mostró que la protesta no era un hecho aislado, sino parte de un malestar social que crece en distintos sectores.
El eco en provincias
Si bien Lima fue el epicentro de la jornada, el eco del paro se sintió en el interior del país. En ciudades del norte, como Trujillo y Chiclayo, se registraron bloqueos parciales y manifestaciones contra la extorsión. La situación de inseguridad que denuncian los transportistas limeños no les es ajena. En esas zonas, los gremios también reportan asaltos a buses, cobro de cupos y ataques armados.
En algunos casos, las protestas provinciales adoptaron un tono más violento, con quema de llantas y cierre de carreteras. Aunque la magnitud no alcanzó la de Lima, la coincidencia en las demandas reflejó un problema estructural: la inseguridad en el transporte se ha vuelto un fenómeno nacional.
La sombra de la violencia previa
La noche anterior, un hecho encendió aún más la indignación de los transportistas. En San Juan de Miraflores, un bus de la empresa Vipusa fue atacado a balazos cuando circulaba cerca al Puente América. La unidad estaba llena de pasajeros. Por fortuna no hubo víctimas fatales, pero se presume que el mensaje fue claro: una advertencia para que los transportistas no se movilicen.
Este episodio se sumó a una cadena de extorsiones, amenazas y asesinatos que en los últimos meses han golpeado al sector. Muchos empresarios denuncian que bandas criminales los obligan a pagar cupos semanales para permitirles circular. Quienes se niegan, aseguran, corren el riesgo de terminar como noticia policial.
Mientras los gremios protestaban, los usuarios vivían una jornada complicada. Para muchos trabajadores, la paralización significó llegar tarde a sus centros de labores o gastar más de lo presupuestado. “No nos queda de otra. O pagamos más o caminamos”, se quejaba un joven. Sin embargo, no todos criticaron la medida. Algunos pasajeros, conscientes de los riesgos que enfrentan los conductores, expresaron su apoyo.
El balance policial y los detenidos
Hasta las 3p. m., la Policía Nacional reportó la detención de 17 personas acusadas de generar desórdenes durante las protestas. Los arrestos se dieron, principalmente, en puntos de bloqueo y en incidentes aislados con transeúntes.
Pese a esos casos, el balance general mostró que el paro no derivó en hechos de gran violencia. La presencia masiva de policías y la disposición de los gremios a marchar de manera organizada ayudaron a contener posibles enfrentamientos.
La respuesta del Gobierno
Horas después de la jornada, la presidenta Dina Boluarte se pronunció desde Palacio de Gobierno. En el marco de la III sesión del Consejo Nacional de Seguridad Ciudadana (Conasec), la mandataria aseguró que el Estado intensificará las medidas contra la criminalidad que golpea a los transportistas.
“El Ministerio del Interior, en coordinación con el Ministerio de Transportes y Comunicaciones, continuará fortaleciendo la ejecución de acciones conjuntas para combatir la extorsión al gremio”, afirmó.
Asimismo, lanzó un mensaje que no pasó desapercibido: “Con un paro no se va a solucionar el tema de las extorsiones y del crimen organizado. Tenemos que ser reales y objetivos. Esta situación del crimen no lo ha generado la presidenta Boluarte o el Ejecutivo. Esto se ha ido incrementando porque son organizaciones transnacionales que migran de país en país”.
La declaración fue recibida con críticas entre los gremios, que interpretaron sus palabras como un deslinde de responsabilidad en un momento en el que, aseguran, se requiere mayor compromiso político y acción inmediata.
¿Habrá nuevas paralizaciones?
Al cierre de la jornada, dirigentes como Héctor Vargas y Martín Valeriano adelantaron que, por el momento, no se prolongaría la protesta al viernes 3 de octubre. El objetivo era abrir un canal de diálogo inmediato con las autoridades y evaluar los próximos pasos.
Sin embargo, no descartaron convocar nuevas fechas de manifestación. “Esta ha sido solo una muestra. Si no nos escuchan, volveremos con más fuerza y con más gremios”, advirtió a La República Miguel Palomino, de la Confederación Nacional de Transportistas.
La posibilidad de un paro más prolongado, con mayor acatamiento en provincias, sigue latente.
El paro del 2 de octubre no solo fue una jornada de ausencia de buses o de ciudadanos varados. Fue la expresión de un sector que se siente desprotegido frente al avance del crimen organizado.
Los transportistas, acostumbrados a lidiar con el tráfico, las multas y las largas jornadas, hoy enfrentan una amenaza mayor: la extorsión que pone en riesgo sus vidas. Su protesta no se resume en un pedido de seguridad, sino en la exigencia de un Estado que garantice su derecho a trabajar sin miedo.
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