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Salchichón de Málaga: el embutido 'imperfecto' que se convirtió en nuestro sello

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Abc.es 
El salchichón de Málaga es un embutido tan ligado a su tierra que apenas logra viajar más allá de Despeñaperros sin perder su encanto. En él todo es atípico: su textura tierna, su curación mínima —apenas cinco o seis días— y ese punto de dulzor y humedad que lo hacen inconfundible. Para los malagueños, es mucho más que un fiambre: es un pedazo de memoria colectiva. Su origen se remonta al siglo XIX, cuando una familia genovesa, los Prolongo, se estableció en Málaga atraída por el comercio marítimo. Abrieron una carnicería en la calle San Juan y, entre mantequillas importadas y jabones alemanes, empezaron a elaborar un salami siguiendo la receta de su tierra natal. Pero algo no salió bien. La humedad de la bahía impedía que la carne se curara como debía. El resultado fue un embutido más blando, de sabor delicado y textura fresca. Lejos de desecharlo, decidieron venderlo antes de que se echara a perder. Gustó tanto que los clientes volvieron al día siguiente a pedir más. Así, por casualidad, nació el salchichón de Málaga , un producto que hoy sigue dependiendo de esa misma humedad para ser lo que es. Con el tiempo, la familia trasladó su producción a Cártama, donde fundaron una fábrica que aún hoy mantiene viva la tradición bajo el nombre de Faccsa-Prolongo. Aquella receta improvisada se transformó en industria y en emblema, con un sabor que se hizo inseparable de las meriendas, las ferias y los bocadillos de media Andalucía. Su éxito, sin embargo, estuvo a punto de truncarse en los años ochenta, cuando el Gobierno estableció normas de calidad para los embutidos curados. El malagueño, con su curación exprés, se quedaba fuera. No cumplía los requisitos de dureza ni de maduración. Los productores locales, encabezados por los Soler —la familia catalana que había adquirido Prolongo durante la Guerra Civil—, viajaron a Madrid con varias piezas y una idea simple: demostrar que aquello era único. Sirvieron el salchichón a los técnicos del Ministerio de Agricultura para desayunar, y bastó un bocado para convencerlos. En 1987, el Boletín Oficial del Estado reconocía oficialmente el Salchichón Málaga, definiendo su textura «blanda, jugosa y aromática» como una seña de identidad. Durante décadas fue un alimento humilde, omnipresente en los bocadillos escolares y las mesas familiares. Pero los tiempos cambiaron y con ellos la forma de mirar los productos de siempre. Hoy, chefs y cocineros lo reinterpretan en versiones que van del tartar —ya un clásico malagueño— a croquetas, canelones, pastelas árabes o gazpachuelos con dados de salchichón. El cocinero Pachu Barrera popularizó la versión moderna del tartar en su restaurante La Cocina, combinándolo con miel de caña y pasas; desde entonces, muchos restaurantes lo han hecho suyo. En El Merendero de Antonio Martín lo preparan como un steak tartar, con pepinillos, alcaparras y mayonesa de mostaza, y es uno de los platos más vendidos desde su apertura. Otros, como el chef Rubén Antón, han llevado el producto a terrenos insospechados: croquetas, donuts salados o pastelas con especias morunas y pistacho, o FOMO con su perrito de tartar de salchichón . Incluso Dani García lo ha reivindicado en su cocina, elevándolo a la categoría de ingrediente gourmet. El secreto del salchichón malagueño está en su equilibrio: carne magra de jamón y panceta, sal, pimienta, nuez moscada y un clima que no existe en ningún otro sitio. Su escasa curación lo hace difícil de transportar , y eso, lejos de ser un defecto, lo ha convertido en una joya local. En los obradores de Prolongo, Famadesa o Hermanos Fernández se elaboran miles de piezas cada semana, pero el 99% se consume en Andalucía. Es un producto que pertenece al territorio, como el espeto o el ajoblanco. Y quizá por eso emociona tanto a quienes crecieron con él: porque sabe a casa. En los últimos años, algunos productores han empezado a experimentar con nuevas versiones, como el salchichón de cabra malagueña, elaborado con carne de esta raza autóctona, más aromática y jugosa. Es una muestra de cómo la tradición se abre camino hacia la sostenibilidad y la innovación sin perder sus raíces. La cabra malagueña, símbolo vivo del paisaje rural de la Axarquía, aporta un matiz diferente: más dulce, más tierno, más cercano al paladar moderno . Proyectos impulsados por asociaciones como CABRAMA están contribuyendo a revalorizar su carne y sus derivados, desde quesos hasta embutidos, cerrando así el círculo entre el campo y la mesa. Hoy el salchichón de Málaga se sirve en los bares, se cuela en las cartas de los grandes restaurantes y protagoniza recetas contemporáneas. Pero también sigue siendo lo que siempre fue: un bocado cotidiano, directo y sincero. De la 'torpeza' de un genovés a la creatividad de los cocineros actuales, este embutido ha recorrido dos siglos de historia sin perder su carácter. Un producto nacido de la casualidad que, como tantos inventos geniales, demuestra que a veces los errores saben mejor que los aciertos.














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