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Cuando el diablo sí venía por uno (y con chilillo)

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La expresión “¡que me lleva el diablo!” es muy común en nuestro hablar cotidiano, mientras no se haga realidad, claro está.

Pero el diablo de la frase está muy lejos de ser el que se le metió a la güililla de El Exorcista. Este es más popular, más de “mentiras”, “más de nosotros”, dirían las abuelas.

Es que en este atropelladísimo calendario en el que vamos adelantados como cinco meses, no han terminado las maestras de apagar los faroles y guardar los tambores, cuando ya aparece Santa en las vitrinas, revuelto con calabazas y calacas, y se cuelan también rótulos de “viernes negro”, que, por cierto, ya se transformó en “octubre y noviembre negros” y casi que en “trimestre negro”.

La desesperación del comercio por atrapar clientes, el bombardeo inclemente de publicidad en todos los canales imaginables y la falta de platica, hacen de estos días un verdadero sueño de calentura.

¿Se acuerdan cuando nos daba calentura? Aquellos fiebrones eran producto de que se tomaban menos antibióticos y de la extraña filosofía materna de que era mejor se nos pegaran las enfermedades infantiles en vez de vacunarnos. Los calenturones nos hacían tener sueños psicodélicos y reventar la pelota de mercurio del termómetro en la pared de enfrente.

También hay que recordar que, por aquellos años, cada mes tenía su tema predominante: enero de rezos del Niño y ventoleros. Febrero para los enamorados. Marzo de chiverre y Santo Sepulcro. Abril del soldado Juan. Junio de papá. Julio de bombas y gritos sabaneros. Agosto de mamá. Setiembre de faroles y tambores. Octubre de “encuentro de culturas” (por no decir atropello). Noviembre para los muerticos. Y diciembre del Niñito y “Yo no olvido el Año Viejo”.

Y en esta mezcolanza de Santas revueltos con calaveras y calabazas, se me viene a la memoria un evento singular, pues “a falta de pan, buenas son tortillas”.

Como no queríamos que el Halloween, tan de otros países, o el Día de Muertos, tan mexicano, se nos metiera por la cocina, se nos ocurrió celebrar cada 31 de octubre el Día de la Mascarada Costarricense. Bien pensado, porque, la verdad, es una tradición tan antigua como la maña de pedir “fiao” y, además, reconoce el trabajo creativo de muchísimos artesanos que respeto y admiro.

La cosa es que uno de los mascareros más famosos del San José de los años 60 y 70, don José Freer, vivía a la vuelta de mi casa, allá por la avenida 18 y calle 5, en pleno San José.

Para el gran turno de fin de año o para eventos especiales, sus máscaras eran parte del alboroto. Pero en otras fechas, él las dejaba reposando en su taller sobre un palo que se veía desde mi casa. Allí pasaban, durante gran parte del año, Torcuato, el Tombo, la Giganta, la Muerte y, por supuesto, el Diablo.

Eran inmensos, y sus trajes, siempre de telas muy pintonas, tapaban al bailador, cuya identidad siempre permanecía en el anonimato. Más porque todos andaban en tenis Rolter, de Mercomún, y era muy difícil identificarlos por las patas.

Y, de pronto, en medio de la tranquilidad de aquella ciudad, todavía no descubierta por los sicarios, alguien gritaba: “¡Los payasos! ¡Los payasos!”, y en lugar de ir a verlos, era hora de poner los pies en polvareda.

¿Por qué? Porque los condenados andaban con chilillos y nos daban unos cuerazos que dolían más que los latigazos que le daban al Nazareno en Semana Santa.

Gritábamos como demonios y corríamos a la vez, pero aquellos fantoches eran atletas improvisados y casi siempre nos alcanzaban. ¡Ay del que se cayera! Los chilillazos colectivos no se hacían esperar.

Pero el que más duro pegaba era el Diablo, el único de vestido rojo y capa; era pavoroso.

Y la sensación de que ya casi te atrapaba (solo comparada con el miedo que le tenemos a Tributación Directa), nos hacía soltar toda la adrenalina del mundo, hasta acabar en la pulpería de la esquina, escondidos detrás de la puerta, o en la casa de algún buen vecino, tratando de tomar aire.

A veces, con cimarrona; otras, sin ella, se iban alejando en medio de una sinfonía de ladridos, gritos y risas.

Luego, los chiquillos nos sentábamos a contar cómo fue que logramos escapar o cómo “nos había llevado el diablo” y hasta mostrábamos las marcas de los cuerazos.

Vale que los tiempos han cambiado. Ahora a “los payasos”, como se les dice cariñosamente, o a “la mascarada”, se les quiere mucho.

La cimarrona toca y ellos bailan, pero ya no pegan ni persiguen. Hasta los más pequeños, con la mayor inocencia, intentan tocarle la nariz a la Llorona (que ya no llora, ahora factura).

Yo no sé si alguna vez voy a ver al diablo cara a cara. Espero que no. Me porto bien y allá dispondrá Tatica Dios qué hace conmigo cuando toque.

Pero si el pisuicas fuera como el que me persiguió en la infancia –ese que me veía desde el taller de don José hasta mi patio, como diciendo “aguardate, infeliz, que ahoritica te llevo”–, mejor voy revisando la lista de pecados, porque no creo que exista uno más terrible y horroroso.

paradigma@ice.co.cr

Ana Coralia Fernández es periodista y narradora oral.















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