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La necesidad o la necedad de una disculpa pública

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“Hubo injusticia y justo es reconocerlo hoy. Y justo es lamentarlo. Porque esa es también parte de nuestra historia compartida y no podemos ni negarla ni olvidarla”.

Las palabras del ministro de Asuntos Exteriores de España, José Manuel Albares, si bien no son la disculpa esperada, son una especie de reconocimiento sobre la dolencia de la colonización.

Desde 2019, la relación de México y España se tensó a raíz de la petición del entonces presidente López Obrador para que la monarquía ofreciera una disculpa pública por lo ocurrido durante la Conquista y la Colonia.

Exigencia que fue duramente criticada por un sector de la sociedad, que la tildó de innecesaria o revisionista. Yo, personalmente, reconozco que desestimé la dimensión simbólica del requerimiento y llamó mi atención la insistencia por parte de la hoy presidenta Sheinbaum.

Hoy advierto que el reconocimiento del daño histórico es una exigencia ética, con maestría política.

Países como Bélgica, Canadá, Australia, Alemania, Países Bajos o Dinamarca han dado pasos similares al reconocer los crímenes, la violencia, la esclavización de pueblos y la explotación de su pasado colonial, consiguiendo con ello avances civilizatorios y alta aprobación política: se trata de reabrir la herida para reconocerla y honrarla desde la verdad.

Nuestra memoria nacional sigue edificada sobre una narrativa de supremacía colonial. Reconocer que se cometieron agravios contra los pueblos y comunidades indígenas tiene un peso simbólico enorme.

Es aceptar los siglos de imposiciones, de despojo, de destrucción de culturas, lenguas y saberes. Por ello, aunque las palabras de Albares no equivalen a una disculpa formal de la Corona, sí abren un nuevo espacio de diálogo.

Admitir la injusticia es el primer paso para reconstruir una identidad nacional que abrace la diversidad y la dignidad de sus pueblos. Sheinbaum sabe que en ello reposa cierta parte de su legitimidad.

No se trata de quedarnos atrapados en el retrato de 1521, sino de entender que aquel acontecimiento fundacional generó estructuras de dominación que a la fecha persisten. El racismo estructural sigue clasificando y jerarquizando vidas.

El clasismo de las jerarquías sociales heredadas del periodo colonial determina quién accede al poder, quién es visible y quién permanece marginado.

Las mujeres indígenas, doblemente discriminadas por su origen y su género, siguen pagando el precio más alto de esa herencia. Las estructuras de opresión que hoy perduran se materializan en profundas desigualdades.

Reconocer el pasado nos obliga, inevitablemente, a mirar el presente. Sobre todo, desde quienes tenemos, por razón principalmente de herencia, una posición de privilegio.

Aceptar lo ocurrido durante la colonización es el primer paso para dar espacio a la voz, la memoria y las narrativas de los pueblos originarios. Sin ese reconocimiento, no hay cimiento para construir políticas de reparación que mejoren su calidad de vida.

Garantizar el acceso a la tierra, a la educación plural y al derecho a hablar y enseñar sus lenguas es fundamental. La reparación no significa vivir anclados, sino intentar metabolizar ese pasado para forjar un presente más justo.

Desde la misma herida se vislumbra la raíz del dolor, y, también desde ese espacio, entra la luz que nos alumbra el país colonial que todavía habitamos.

Aceptar la historia es el primer paso hacia la transformación: implica reconocer que hubo víctimas y herederos del privilegio, y que solo desde la verdad puede nacer la reconciliación.

Por eso, aunque parezca necedad, es en realidad una necesidad. Sí, una necesidad con beneficios políticos, mas no por ello deja de ser una necesidad.

México y España comparten una historia de claroscuros, tal como reconoció Albares.

Hoy, ese reconocimiento puede ser un punto de encuentro para aspirar a una mayor reconciliación e igualdad al interior de nuestro país. Señalar y visibilizar no es culpar, es heredar dignidad.















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