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Una confianza irrecuperable

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Ayer en el Supremo se habló de correos, borrados de dispositivos y protocolos inexistentes, de fuentes periodísticas. Y al final de la jornada, cuando hoy arrancamos una nueva sesión con la declaración de los integrantes de la UCO, quedó una idea cada vez más evidente: más allá de lo que el Tribunal Supremo determine sobre responsabilidades individuales, asistimos en paralelo, y es lo políticamente trascendente, a un debate sobre la confiabilidad del órgano que debe velar por la Justicia, que no es poca cosa, y sobre la fragilidad de la autoridad cuando se somete al ruido.

El fiscal general debería encarnar, en teoría, el punto de mayor contención del Estado. Pero la jornada de ayer dejó la impresión opuesta: una Fiscalía convertida en sujeto de la noticia, forzada a defender su propio relato –palabra que debería resultarnos impensable en el ámbito de la Fiscalía– e invocar la transparencia como coartada de su justificación. Y cuando el poder empieza a explicarse, ha perdido ya su misterio y, con él, su autoridad, quizá también la distancia que debía preservar. Uno lo nota sin necesidad de tecnicismos. Es el precio de la politización llevada al extremo.

La filosofía política clásica siempre entendió que el poder legítimo es el que se contiene. Cicerón lo llamaba dignitas: el equilibrio entre la dignidad del cargo y la mesura del individuo. En España, esa mesura parece haberse disuelto en la lógica de un poder desatado y que actúa sin frenos, como si nada tuviera consecuencias, que todo lo justifica por la agilidad del comentario. Nadie confía ya en el silencio, ni siquiera el fiscal general. Es el poder mismo quien teme más al vacío que al escándalo. Y en esa inversión del orden natural de las cosas está, al final, el verdadero deterioro institucional: cuando quien debe guardar silencio necesita justificarse, la autoridad se disuelve.

El juicio a Álvaro García Ortiz se ha convertido, sin quererlo, en espejo de esa deriva. Entre correos y declaraciones, lo que realmente se examina es la noción misma de autoridad, que no se impone por decreto ni se conserva por mandato; se sostiene en la ejemplaridad, en la disciplina del deber y en la renuncia al protagonismo. Y esa ejemplaridad se ha vuelto escasa en un tiempo que confunde transparencia con exposición.

Cuando el fiscal general del Estado asiste a un jubileo de declaraciones que traen causa de una actuación suya puesta en entredicho, cuando necesita explicar por qué comunicó lo que debía callar, la institución ya aparece herida. No hay protocolo que repare esa grieta ni declaraciones del presidente del Gobierno que pueda cerrarla. La imagen pública del fiscal general está irreversiblemente dañada, y con ella la de toda la institución que representa y dirige.

Por eso, más allá del fallo del Tribunal Supremo, la herida institucional es ya irreversible. Un Estado puede sobrevivir a un error procesal; a la pérdida de respeto hacia sus responsables, casi nunca. Y ese respeto no depende sólo de lo que decida la Justicia, sino de la confianza que la sociedad otorga a una institución; es un pacto tácito, un reconocimiento que Álvaro García Ortiz no podrá recuperar, porque lo ha dilapidado justificando su relato.

Hoy, veremos…















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