La quinta rueda del carro
Uno de los más gratificantes privilegios de la edad es el poder albergar vivencias. Tengo algunas preTransición. En representación del sector «azul» de los jóvenes reformistas del Régimen, y dentro de la llamada «Operación Príncipe», le pedí por escrito al almirante Carrero que consiguiera del general Franco la designación en vida de sucesor; voté más tarde de manera favorable la propuesta del Jefe del Estado de designar sucesor al Príncipe Juan Carlos de Borbón; la víspera, en la cena que convocó José Solís en el salón del ciervo del restaurante Mayte Comodore con los procuradores en Cortes más importantes del Movimiento para fijar el sentido del voto a emitir, me convertí en máximo defensor de Don Juan Carlos; al día siguiente de la muerte de Franco, participé en la convalidación del Decreto-Ley que otorgó al Príncipe los más altos rangos militares; estuve presente en el acto de proclamación del Rey por las Cortes Españolas y en 1968, pese a mis reservas, voté a favor del texto constitucional en las Cortes Constituyentes.
Y recuerdo también determinadas lecturas. Como la de un artículo de Julián Marías, en el que su autor nos advertía de que la Monarquía recién restaurada no debía ser herencia a beneficio de inventario ni simple ornamento ni la quinta rueda del carro. Pues bien, no lo ha sido. Medio siglo lo atestigua. Y no lo ha sido porque el sentir monárquico del pueblo español se haya impuesto por sí mismo, sino por los logros de la Institución. Juan Carlos I fue, junto a los jóvenes reformistas del Régimen, autor de la Transición, la operación política más importante llevada a cabo en la España contemporánea. Y Felipe VI desbarató con solo la palabra el golpe de Estado de los separatistas catalanes.
Estos dos trascendentales acontecimientos históricos deben enmarcarse, dentro de una realidad política rigurosamente nueva en España: la simbiosis entre Monarquía y democracia. La primera sabe, acepta y respeta, que la soberanía pertenece al pueblo; y la segunda es consciente de que el perfeccionamiento social resulta más hacedero y asentado si cuenta con la colaboración y el amparo de una Institución como la monárquica, capaz de proporcionar continuidad a base de mirar al futuro.
La Monarquía está ya indisolublemente unida a la democracia, al gobierno del pueblo, y la democracia valora en sus justos términos el universo simbólico de la Monarquía, que aporta permanencia e identidad y no permite estancarse en lo meramente coyuntural o provisorio. En las democracias, la Monarquía moderna desarrolla dos grandes funciones: la de representar tanto las vigencias como las discrepancias y la de «expresar la unidad del Estado por encima de la pluralidad de los intereses». En España, la fecunda simbiosis entre la Monarquía y la democracia tendrá que afrontar un futuro del mundo fronterizo, móvil y cambiante. También impredecible. Y lo cierto es que a lo largo de la Historia ninguna institución ha demostrado ser más adaptable que la monárquica.
Por lo pronto, la Monarquía ha sabido sortear los escollos de unas autonomías, enredadas en su afán por duplicar las estructuras del Estado, los peligros de una partidocracia que tal parece como si quisiera una democracia sin médula, es decir, sin pueblo, y los arrecifes del deslizamiento silencioso del régimen parlamentario hacia un presidencialismo de nuevo cuño.
La democracia del tiempo nuevo que se avecina debe preservar la continuidad en todo momento. Porque en periodos de mudanzas y transformaciones se necesitan anclas, que nos sujeten a la realidad inviolable, y asideros a los que poder aferrarse cuando las vicisitudes y las crisis nos golpeen. Hoy por hoy no sabemos si la presente globalización se mantendrá o, por el contrario, iniciará un proceso de contracción y repliegue, si los Estados-nación seguirán siendo sujetos históricos o livianos vestigios, si la dialéctica élite-pueblo se decantará por uno de los polos, si los poderes oligárquicos se impondrán a las urnas o éstas acabarán por limitar su dominio.
De lo que no cabe duda es de que la Monarquía democrática debe ser fiel a su esencia, a sus principios, a sus obligaciones básicas –a su honor, dirá Carl Schmitt–, sin descender nunca a la contienda política propiamente dicha.
No se me alcanza qué otra cosa de mayor monta pueda hacer actualmente la Monarquía que no sea defender la unidad, asegurar la estabilidad y promover la integración. La unidad de la Nación es fuente de legitimidad. En lo territorial y en lo espiritual. Se precisan coincidencias mínimas en las ideas, los sentimientos y los intereses de los españoles. La cohesión social es de todo punto necesaria. El Estado importa mucho; la Nación todavía más. Si la Nación, el querer ser como somos y estar dispuestos a seguir siéndolo, se disipa, desmiente, empequeñece u orilla, aflojarán los privilegios y terminarán imponiéndose los particularismos. Y, en ese caso, dejaríamos de ser, en lo esencial, y para nuestra desgracia, una realidad histórica concreta, susceptible de ser legada.
La estabilidad política que proporciona una «auctoritas» situada por encima de la pugna partidaria es imprescindible si a lo que se aspira es a avanzar. Y no hay otro modo de encarar el futuro que desarrollando una labor de integración, en la que se limen antagonismos y se fortalezcan las solidaridades.
La Monarquía no ha sido la quinta rueda del carro. Le ha bastado con ser la cabeza de la Nación.
* José Miguel Ortí Bordás, diputado de las Cortes Constituyentes y exvicepresidente del Senado
