Este es el desconocido motivo por el que en España se come marisco en Navidad
Del antiguo ayuno impuesto por la Iglesia al boom de los crustáceos: así acabaron ocupando la mesa
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Si piensas en Nochebuena en España, seguramente veas la misma escena: bandejas infinitas de gambas, cigalas, langostinos cocidos y alguna que otra vieira “para hacer bonito”. El marisco en Navidad parece tan inevitable como los villancicos en bucle o la discusión política de rigor. Pero lo curioso es que esta costumbre no es tan antigua como creemos, ni nació por puro capricho de “vamos a ponernos finos”. Su origen está bastante más ligado a la Iglesia, al ferrocarril y a los congeladores que a las redes sociales o a los chefs de vanguardia.
Durante siglos, lo de ponerse hasta arriba de crustáceos habría sonado a ciencia ficción en la mayoría de hogares. Y, sin embargo, hoy casi entendemos que si en el menú no aparece un buen mariscazo, falta algo. Para entender cómo hemos llegado hasta aquí, hay que empezar por el principio: una Nochebuena que, durante mucho tiempo, fue más de contención que de exceso.
De la Nochebuena de vigilia de ayuno a los banquetes de lujo
La imagen de abundancia navideña que tenemos ahora poco tiene que ver con las normas que marcó la Iglesia durante siglos. El 24 de diciembre fue durante mucho tiempo día de vigilia de ayuno: solo se permitía una comida “seria” y dos colaciones ligeras, y además sin carne. Es decir, tocaba apretarse el cinturón antes de celebrar el nacimiento de Cristo.
Eso se traducía en mesas muy distintas de las actuales: platos de verduras, frutos secos, algún pescado, sopas sencillas como la de almendra, ensaladas de temporada y poco más. Nada de cochinillos, nada de solomillos y, desde luego, nada de bandejas de marisco en Navidad como las que hoy damos por hechas. En los hogares humildes, el “banquete” era casi un premio simbólico; en las casas ricas, se buscaba cierto lucimiento, pero siempre bajo la restricción de no comer carne.
La clave está en que, al ser día de vigilia de ayuno, el pescado se convirtió en protagonista. En el interior de la Península se recurría al bacalao o al congrio seco; en las zonas costeras, al pescado fresco que hubiera disponible. El marisco, muy perecedero y caro de transportar, quedaba limitado casi por completo a las rías y a las ciudades portuarias, donde sí formaba parte de las grandes celebraciones… pero como algo de lujo absoluto.
Tras la Misa del Gallo llegaba el “resopón”: dulces, frutos secos, algo más contundente si había posibilidades. El gran festín de verdad se reservaba para el 25, cuando caían los pavos, capones, corderos y cocidos eternos. La Navidad era importante, sí, pero la mesa seguía marcada por la austeridad religiosa y por la economía de cada casa. El salto a la orgía de crustáceos que conocemos hoy llegaría mucho más tarde.
Del besugo al horno al boom del marisco en Navidad
El siguiente giro lo marca el transporte moderno. Con la llegada del ferrocarril en el siglo XIX, el pescado de mar empezó a llegar en mejores condiciones al interior. En Madrid, por ejemplo, el besugo al horno se convirtió en el plato estrella de la cena navideña: era pescado, respetaba el espíritu de la antigua vigilia y, al mismo tiempo, permitía lucirse. Crónicas de principios del siglo XX hablan de decenas de miles de besugos entrando en la capital entre el 23 y el 25 de diciembre. Era el lujo de la época.
Ese besugo al horno fue, en cierto modo, el puente entre la tradición religiosa y el festín burgués: seguía siendo un “pescado de vigilia”, pero ya funcionaba como símbolo de estatus. Tenerlo en la mesa significaba que en esa casa se podía pagar un buen producto llegado desde la costa. El marisco todavía jugaba en otra liga: muy caro, muy frágil y muy difícil de mover sin que llegara en mal estado.
El cambio gordo —y nunca mejor dicho— llegó a partir de los años 60 del siglo XX. Mejora económica, desarrollo de la cadena de frío, popularización de los congelados y, de repente, gambas, langostinos o cigalas que antes solo veía una élite empezaron a aparecer, poco a poco, en las pescaderías de medio país. El mar, gracias a los camiones frigoríficos y a las cámaras de congelación, por fin entraba con fuerza en la mesa de la clase media.
Y ahí nace el imaginario del gran mariscazo navideño: el cóctel de gambas en copa, las fuentes interminables de langostinos, los centollos “para las ocasiones especiales”. El marisco en Navidad se consolidó como símbolo perfecto de todo lo que la fiesta prometía: abundancia, celebración y un punto de ostentación. Si durante siglos el lujo había sido ese besugo al horno que viajaba desde el Cantábrico, la nueva España de los 70 y los 80 encontró su icono en las bandejas rebosantes de crustáceos.
Lo que cuenta esta tradición navideña sobre quiénes somos
Si miramos con lupa, la mesa navideña española es casi un resumen acelerado de nuestra historia reciente. De una Nochebuena marcada por la vigilia de ayuno, la contención y la religión, pasamos a una celebración donde lo central es reunirse, comer mucho y demostrar, casi sin decirlo, que se ha “llegado” a cierto nivel de bienestar. El marisco encaja como un guante en ese relato: sigue siendo un producto relativamente caro, asocia el menú a una idea de lujo accesible y mantiene un vínculo con esa herencia de “plato de pescado” que marcó el 24 de diciembre durante siglos.
Hoy, esta tradición navideña convive con otras muchas: el cordero o el cochinillo en Castilla y León, la coliflor con bacalao en Galicia, la escudella y la sopa de galets en Cataluña, los capones rellenos, los dulces regionales. Pero incluso en esos menús más apegados a la tierra, lo habitual es que, antes del plato principal, aparezca una bandeja de gambas, unas nécoras o unas cigalas a la plancha, aunque sea en versión modesta. La idea subyacente sigue siendo la misma: por una noche, que no falte de nada.
El marisco, además, funciona casi como un álbum generacional. Los mayores recuerdan cuando era un lujo extraordinario; quienes crecieron en los 80 y 90 lo asocian a las cenas en casa de los abuelos; las generaciones más jóvenes lo ven casi como un rito obligatorio, aunque luego el resto del año apenas lo prueben. La tradición navideña se sostiene precisamente sobre eso: repeticiones, gestos que se heredan, bromas que vuelven cada año (“a ver quién pela más langostinos”) y platos que quizá no elegiríamos un martes cualquiera, pero que en estas fechas se sienten imprescindibles.
Paradójicamente, mientras hablamos cada vez más de sostenibilidad, bienestar animal o moderación en el consumo, mantenemos intacta la escena de la bandeja repleta entrando en el salón entre aplausos. Tal vez ahí esté también parte del encanto: en ese pequeño paréntesis anual en el que nos permitimos comer como si el tiempo no hubiera pasado, aunque sepamos que sí.
La próxima vez que te enfrentes a una montaña de gambas, puedes contarlo con calma en la sobremesa: lo que tienes delante no es solo un plato, es el resultado de siglos de normas religiosas, avances técnicos y cambios sociales. Y sí, es posible que tu abuela no hablara nunca de vigilia de ayuno o de la historia del besugo al horno, pero cada vez que alguien coloca el marisco en el centro de la mesa, está repitiendo, sin saberlo, una historia mucho más larga que el propio mantel.
