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El mensaje del Rey

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Abc.es 
Hace poco más de una década se sembró en España la semilla de una polarización tóxica que ha comenzado a asfixiar el funcionamiento regular de las instituciones. Otra vez, como decía Mariano José de Larra, parece que no seamos una sociedad siquiera, sino un campo de batalla donde chocan los elementos que han de construir aquella. Y en este clima encrespado de la política Su Majestad el Rey ha pronunciado el esperado mensaje de Navidad. Lo ha hecho con especial solemnidad este año, haciendo desde el principio una defensa cerrada de aquel ejercicio colectivo de responsabilidad que fue la Transición, gracias a la cual pudimos dotarnos de una moderna y sólida Constitución y que, junto con nuestra integración en Europa, nos ha traído modernización, progreso económico-social y afianzamiento de nuestras libertades Cada momento histórico ha determinado las urgencias y el estilo de la Corona restaurada. Los del reinado de Juan Carlos I fueron años en que los partidos mantuvieron en sus grandes rasgos las prácticas y el lenguaje propios de una democracia parlamentaria. Felipe VI, por el contrario, tiene que reinar en estos ásperos tiempos de cancelaciones, de construcción de muros y de conversión del adversario en odiado enemigo al que hay que destruir. En suma, si Juan Carlos I reinó en épocas de consenso, Felipe VI ha de hacerlo en tiempo de disensos. Este es el horizonte en el que hay que situar el último mensaje del Rey. La polarización de la vida pública es la que pone más en valor la importancia del servicio que la Corona está llamada a prestar. Es cierto que, a diferencia de lo que ocurre con los presidentes de las repúblicas, el Rey no dispone de poderes ejecutivos ni normativos para encauzar coercitivamente el funcionamiento regular de las instituciones. Pero, como decía el presidente Manuel García Pelayo, el Rey no es un convidado de piedra , sino un actor constitucional que tiene, por tanto, unas funciones a realizar. Aparte de la legitimación histórica y carismática que se suele atribuir a la Corona, el Rey tiene clara su misión: «Lo que cuenta –ha dicho Su Majestad– es lo que cada uno hace, lo que cada uno aporta y con lo que cada uno contribuye». Y lo que hace y aporta en estos momentos de grave estrés social e institucional es el ejercicio con dignidad y lealtad de su función simbólica y moderadora como Jefe del Estado. El Rey es símbolo de la unidad y permanencia del Estado. Todo símbolo es la representación sensible de una idea. Pero el Estado que el Rey representa no es un Estado genérico, sino el concreto Estado social y democrático de derecho, tal y como está diseñado en nuestra Constitución. Si los símbolos son una forma de comunicar con sencillez ideas abstractas, el Rey expresa la unidad y la permanencia de ese Estado social y democrático de derecho que proclama nuestra Constitución. Lo hace con discursos trascendentales como el de su proclamación el 19 de junio de 2014 o el que pronunció el 3 de octubre de 2017 con ocasión de los hechos sediciosos acaecidos en Cataluña o los discursos habituales, como este esperado de Navidad. Y lo hace también con su decidida presencia en cuantas calamidades sufre nuestra sociedad. En tales casos, frente a las eventuales ausencias o errores del resto de los poderes constituidos, el Rey subraya con su presencia la vigencia de los compromisos del Estado social y democrático de derecho con los jóvenes, con los derechos a la vivienda, al trabajo, a la salud, a la atención social de todos, que no se hacen reales y efectivos con retórica y voluntarismos, sino con políticas sociales adecuadas. Pero este Estado social y democrático de derecho tampoco funciona si los poderes –legislativo, ejecutivo y judicial– no practican la autocontención, si invaden esferas que no les corresponden o bloquean con su acción u omisión el funcionamiento regular del resto de los poderes y órganos del Estado. Y si algo caracteriza la forma de entender la política que se inauguró en la primera década de este siglo, ha sido la falta de contención de los partidos, la degradación del lenguaje, el manejo desaseado de la Constitución y de la renovación de sus órganos, el menosprecio del Parlamento, la colonización de las instituciones, el ataque por el Gobierno de jueces y magistrados… Una situación que, en palabras de Su Majestad el Rey, provoca en los ciudadanos hastío, desencanto y desafección. Son comportamientos que suponen un funcionamiento irregular de las instituciones y sobre los que no sólo puede, sino que debe intervenir el Rey. Es evidente que la defensa del orden constitucional tiene establecidos sus propios procedimientos y que nuestra Constitución ha formalizado los mecanismos para resolver tales conflictos. Pero cuando aquellos procedimientos fallan, como a veces ocurre, cobra especial importancia la función moderadora que compete a la Corona. Es esa tarea a la que se refería ya Bagehot de animar, advertir y aconsejar que el Rey puede hacer con toda la 'auctoritas' que le proporciona ser un órgano realmente neutral (neutral pero no neutralizado, como señala Manuel Aragón). Es una labor discreta y persuasiva que realiza mediante sus audiencias, sus discursos, sus presencias (incluso mediante sus ausencias), sus viajes y visitas o el ejercicio de su derecho al mensaje, como el que nos ofrece todos los años en estos días y que ha estudiado detenidamente Manuel Ventero. Lo hace siempre llamando a la autocontención de los partidos , de sus dirigentes, del resto de las autoridades del Estado; advirtiendo que sin esta autocontención no puede funcionar regularmente el Estado; animando al más escrupuloso respeto al pluralismo político para que pueda funcionar la democracia representativa y advirtiendo de los peligros de los excesos, origen del desastre y tragedias colectivas que hemos conocido en la historia de España. Una de las enseñanzas profundas de la filosofía en la Grecia clásica es el rechazo del exceso, el respeto de la medida y el recurso a la ponderación. Es la idea que expresaba sintéticamente la inscripción gravada en el frontispicio del templo de Apolo en Delfos: 'Meden agan' (Nada en exceso). En estos tiempos de cóleras y desafecciones, este énfasis en el valor de la moderación, en el peligro del exceso, en el cuidado de la convivencia y en el coraje de avanzar unidos, es tal vez una de las más valiosas aportaciones de la Corona servida por Felipe VI. Para todo esto existe, está ahí y tiene que estar la Corona.














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