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Декабрь
2025

'Animales', de Julio Izquierdo: en la España despoblada

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Abc.es 
A la antigua usanza, comprometido únicamente con su obra y a espaldas del mercado, sopesando y aquilatando cada palabra, afinando con sosiego tenaz su prosa, el narrador soriano Julio Izquierdo nos va entregando, de tanto en tanto, algunos frutos de su trabajo. Más que de tanto en tanto, de mucho en mucho, pues debutó hace un cuarto de siglo, en los albores del XXI, con un volumen de relatos desusados e impactantes: 'Los hijos secos'. Doce años después, dio a imprenta 'Boa Morte', otro ramillete de cuentos, no menos originales y espléndidos, con los que fue finalista del premio de la Crítica regional. Y, ahora, se estrena, bajo el sello de la editorial vallisoletana Páramo, en la narrativa larga con 'Animales', que amplifica y desarrolla el universo ficcional del libro anterior, un espacio que, a la manera de Yoknapatawpha, el impronunciable condado de William Faulkner, uno de los muchos referentes literarios de Izquierdo, sin duda, luego emulado por autores sobre todo sudamericanos, tal la Santa María de Juan Carlos Onetti, y, entre nosotros, la Región de Juan Benet o la Celama de Luis Mateo Diez, acaba protagonizando de forma soterrada, más allá de la clásica función como telón de fondo, la novela. En su caso, el lugar que ha levantado, Boa Morte, «un pueblo sin gente, casi todo un montón de casas caídas», se corresponde, pese al efecto de extrañamiento del nombre, que afecta asimismo al de algunos personajes, con la tan traída y llevada, últimamente, desde el exitoso ensayo de Sergio del Molino, 'España vacía', en concreto con la vieja Castilla despoblada, llana, cerealista, de secano, con rasgos propios del Campo de Gómara, no en vano el novelista es natural de Candilichera, donde se crio y aún pasa temporadas, luego conoce de primera mano, al dedillo, la vida rural, de mediados del siglo pasado a esta parte y nos la muestra, sin rastro de costumbrismo aldeano o de bucolismo falsario, pormenorizada, a partir de un detallismo exquisito, abrumador, con un verismo y una viveza soberbios. Y lo mismo puede decirse de Refugio, «pueblo grandecito», trasunto de la capital soriana, donde reside, en invierno sobre todo, la mayoría de la población agraria, ejemplo igualmente de «la mezquindad de lo pequeño». La capacidad narrativa de Izquierdo, y no creo que me tire ni ciegue el paisanaje, muy al contrario, diría que me sofrena en mis juicios de valor, siempre me ha parecido portentosa. Con qué ajustada precisión, además, dispone la trama, de índole cinematográfica, circular, asentada en los flashbacks, con alguna prolepsis, en el eje temporal, saltos muy calculados y acciones narradas en paralelo, a muchos años de distancia, en torno a los personajes principales, en relación con las sagas de toda la vida de Boa Morte, abordadas ya en los cuentos precedentes, los Ázimo y los Átikus, cuya genealogía antagónica, unida a su carácter como destino, se proyecta por contraste de forma magistral, sin recurrir nunca a ideologías o maniqueísmos. Algunos como Uru o su abuelo Aníbal, así como varios miembros de la familia Átikus, reaparecen en la novela. Cómo olvidar a los abuelos Clementa y Sérvulo, su inesperado y memorable coito que entrevé su nieta Mariana, que se empapuza de recitales de 'spoken words', y a la que acogen durante casi diez veraneos en lo que constituye una especie de 'bildungsroman' interna, o a la amiga de ésta, la nigeriana Ifemelu Amarilis, problemática influencer estudiantil, enganchada a los 'dirty books'. Y qué decir de los nuevos pobladores, inmigrantes, que sostienen malamente la escasa demografía y atienden a los trabajos que les encomiendan los ganaderos y agricultores de todoterreno y picap, que ningún autóctono quiere: Ludmila, ingeniera rusa con vocación hortelana, que trabaja en los aerogeneradores; su ligue Mohamed, probable álter ego del real que aparece en el delicioso libro no venal de Izquierdo 'Viajes con mi padre'; o la pareja del gigantón imán motorista de la mezquita de Refugio y su mujer, con burka azul resplandeciente, «los únicos habitantes permanentes en Boa Morte». Mucho protagonismo también, por su relación íntima con el hombre en el campo, nada que ver con la aséptica en las ciudades, adquieren, de ahí el título, los animales, en especial los ya tratados avestruces, con «sus zancadas robóticas, sus corpachones de bestia, sus cuellos esbeltos y sus cabezas de señorita», que en esta novela cumplen el papel de las avutardas, con «sus alas patosas», tan del autor, aquí sólo con alguna aparición episódica y hacia el brutal desenlace, en el que las bridas de contenido y acción hasta entonces bien sujetas, se liberan por completo, estallan, casi implosionan. Abundan los domésticos: perros, gallinas, vacas, ovejas, los cerdos de la matanza… y bichejos de todo pelaje y laya: ratones, arañas, moscas, escarabajos, hormigas, mariposas y muchísimos más, especialmente aves (grullas, buitres, vencejos, golondrinas, aviones…) y, por su relevancia en el armazón de la novela, los caracoles y los cangrejos. En su condición de novela totalizadora, partiendo de un argumento, con interesantes meandros al modo quijotesco, más bien parco, que no recurre jamás a facilismos para ganarse cucamente al lector, así sean intrigas, artificios o anzuelos trillados, y se expande hasta desgranarnos lo que subsiste en nuestros villorrios, se sirve en general, como no podía ser de otra manera, de la tercera persona omnisciente, pero según avanza la historia principal y las que desembocan en ella, esa omnisciencia parece independizarse del novelista hasta hacerse comunal («aún se oye por ahí decir»), como sucede en la segunda mitad de 'Pedro Páramo', referente inexcusable del libro. Con todo, lo inusitado, y determinante, de la alta calidad literaria, impar, de la novela, es el poderoso estilo, al alcance de muy pocos, una manera de escribir que me resulta gozosa en extremo, al tiempo que me cautiva por la sensación de asombro constante que me produce, como mágico, cuando procede de un realismo estricto, veraz. No sé qué me deslumbra más, si la capacidad descriptiva de escenas, hombres, animales y paisaje; la sintaxis envolvente, con quiebros rulfianos, hecha a partes iguales de la repetición con variantes y la elipsis apoyada en sobrentendidos; la fluencia de los diálogos, con adecuación rigurosa a los registros lingüísticos de ancianos, padres y adolescentes; o la justedad léxica, de lo coloquial a lo culto, esmerada y pulcra, meticulosa y alada. De estas destrezas se desprende un misterioso voltaje de lirismo, aparentemente sin buscarlo, como desprendido de todo cuanto sucede en la novela.














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