El robo del Louvre o la vergüenza de Francia
Resulta llamativo que Emmanuel Macron escogiese para su puesta de largo como presidente de la República francesa, en mayo de 2017, la explanada del [[LINK:TAG|||tag|||6336178d87d98e3342b26fd8|||Museo del Louvre]]. Ante la icónica pirámide de cristal de la primera pinacoteca de Europa, un joven y atractivo político, doctorado en Hegel y gran conocedor de la obra de Molière, deslumbraba con su sonrisa tricolor y prometía recuperar la “grandeur” para un país obsoleto: lastrado por la corrupción política de los partidos tradicionales y acribillado por el terrorismo islamista. Quién iba a decirle que ocho años después, en ese mismo escenario, cuando más cuestionado se encontraba su liderazgo, sería golpeado donde más duele. El robo del Louvre, también conocido como el robo del siglo, fue una patada en el culo de Francia, un golpe en el corazón de Europa. Macron, mudo, apenas pudo balbucear que “Recuperaremos las obras y los autores serán llevados ante la justicia”.
A día presente, poco más de dos meses después de la sustracción de las joyas de la corona, estas siguen sin aparecer y cada día que pasa es más improbable que sean recuperadas. El tiempo, como los árbitros, casi siempre juegan en nuestra contra. Los presuntos artífices de este saqueo entre grandioso y chapucero –cuatro jóvenes parisinos que al parecer poco tienen que ver con la organización criminal- sí parece que han sido aprehendidos y están bajo custodia policial a la espera de que se demuestre su implicación o su inocencia en el juicio.
Puede que más que el robo en sí, cuyo montante económico se estima en 88 millones de euros pero que tiene un valor histórico incalculable, lo más doloroso para las autoridades, para los franceses y, por extensión, para los europeos es la forma en que se produjo: a plena luz del día y con la naturalidad de una mudanza. Habla este hecho de la vulnerabilidad y la decadencia del Viejo Continente golpeado humillantemente en su corazón con facilidades propias de la defensa del Real Zaragoza, colista de la Liga Hypermotion con 29 goles encajados en 16 partidos.
Modus operandi e inventario
Según la reconstrucción de los hechos, los ladrones entraron en el Louvre coincidiendo con su apertura sobre las 9,30 horas del pasado 19 de octubre, domingo. Lo hicieron por la cara sur del edificio, accediendo a la sala Apolo, donde se encuentran las llamadas “joyas de la corona”, por un balcón que alcanzaron gracias a una grúa de mudanzas soportada por un camión. Dos de ellos entraron a saco con unas radiales y en apenas siete minutos saquearon lo que pudieron, que no fue poco. Los otros dos aguardaban, con ataviados con unos chalecos amarillos –prenda de mal recuerdo para Macron- haciéndose pasar por obreros. Perimetraron la zona con unos conos, para darle a aquello más aspecto aun si cabe de una mudanza. Sólo faltaban un par de jubilados que siguieran la faena acodados en una valla mientras comentaban la jugada. Desde luego, el ‘modus operandi’ queda más cercano a la chapucería de ‘Mortadelo y Filemón’ que a la sofisticación de guante blanco de ‘Ocean’s Eleven’.
Eso sí, haciendo inventario de lo robado, el resultado fue óptimo salvo por el pequeño detalle de que en su huida cayeron, cual Sergio Ramos con la Copa del Rey, la corona de la emperatriz Eugenia de Montijo, la granadina casada con Napoleón III. Esta, aunque bastante dañada, pudo ser recuperada por el museo. Sin embargo, siguen en paradero desconocido –quién sabe si desvencijadas joya a joya para darles salida en el mercado negro- las siguientes piezas: la tiara, el collar y un pendiente del conjunto de zafiros de la Reina María Amalia y la Reina Hortensia; el collar de esmeraldas y un par de pendientes de esmeraldas de María Luisa de Austria; así como el broche relicario, un gran broche de lazo de ramillete y la tiara de Eugenia de Montijo.
