Lola Flores, tracatrá
Recuerdo el día en el que murió Lola Flores porque llevaba poco –como aquel que dice tres cuartos de hora– en las lides del periodismo. Sí, recuerdo, aquella cola infinita de gente , de españolitos de a pie y en calesa, que daba la vuelta a la Plaza de Colón, a cuya vera (verita, vera) fuimos mandados unos cuantos 'pardillos/as' para cubrir informativamente el duelo popular y callejero . Su capilla ardiente se había instalado en el llamado entonces Centro Cultural de la Villa (ahora, Fernán Gómez) de Madrid. Para mí Lola Flores, hasta ese preciso instante, no era ni más ni menos que un recuerdo de las tardes de cine con mi abuela. La tele en blanco y negro y películas protagonizadas por la folclórica jerezana y por Sara Montiel. Benditas aquellas sesiones dobles y triples de coplas y tonadillas, y 'yaya' a mi lado. No solo por la raigambre sentimental de la estampa sino también por el poso cultural, de la España más cañí, más denostada y casposa que guardo en mi álbum de la memoria. Y pasó el tiempo y vinieron los 'influencers' de la época, para señalar que Lola Flores era lo más moderno y la más moderna del lugar. Ella, por supuesto, sin saberlo, porque ese 'poderío' ni se compra ni se vende como la falsa moneda. Sus exclusivas en papel 'couché' valen su peso en oro en el mercado del mal gusto , del kitsch reciclado, y del 'meme' de última generación. Recortes de una cultura pop 'pulp' con trazas de cutrerío patrio . Ella se drogó y se desnudó (como quien no quiere la cosa en eso que se llamó luego «posado robado») y vendió exclusivas y le echó cara a esto de ser famosa y defraudó a hacienda y zapateó y cantó rap y trap , y tracatrá, antes que nadie. Y, ahora, todo el mundo tocando palmas. Nos contarán la historia de Lola Flores cien veces porque este año se celebra su centenario. Se suele decir que el artista nace, no se hace, y que la inspiración le llega a uno trabajando (Picasso, dixit). «Cómo me la maravillaría yo», que tararearía ella.