Serrat miente
Voy a abrir el domingo con un nombre en pie de talento, Joan Manuel Serrat. En este periódico, ayer mismo, en entrevista nutricia, le ha recordado Cuartango a Serrat su vida, y así los dos nos han recordado la nuestra, porque acudir a Serrat es hacer autobiografía. Yo aún escucho 'Mediterráneo', y lloro como si sonriera. Serrat ha ensanchado las calles con el verso cantado. Sus canciones nos miran a los ojos, y en su poética no se derrocha el mariconeo, ni la metafísica. Le ha ganado el pulso a la canallada del cáncer, bajo un silencio que es un ejemplo y es una distinción. Serrat se mueve entre el silencio para lo privado y el clamor de un cancionero donde «le tiembla el corazón en la garganta», citando a otro pájaro de la alta juglaría, Joaquín Sabina. Un tío que casi palmó, y no se le nota, es mucho tío. Estamos ante un cabal de ir en mangas de camisa por la vida. Pero su sastrería íntima, y la del artista, que a menudo viene a ser lo mismo, es un paño de oro. Alguna vez arriesgó que no hay nada mejor para un catalán que triunfar en Madrid. En Madrid le concedieron el prestigio del birrete de doctor de la Complutense, aunque él carga prestigio desde siempre, y es sobrado doctor de la vida y sus coplas, también desde siempre. A uno, aquello del birrete, le pareció la coronación de un tipo entero y querido que ha logrado majestad en la cultura española haciendo canciones memorables de voz propia y única, aunque a veces usara métricas de otros, de Machado a Hernández. Quiero decir que Serrat ya era doctor, pero le faltaba aquella foto del birrete. El birrete no se había visto en otra. En el verano de la vida, suena Serrat, ahí en las verbenas de aldea, en las bodas de cristalería, en las lejanías de puerto. Se echó a la canción por lograrse un embeleso ante las muchachas líricas, y ahora se retranquea de jubilado de trajín de carrera, tras más de seis décadas de ser el amo. Miente Serrat, porque una eternidad no se jubila. Viene de despedirse, eso sí, tras un atletismo de conciertos, donde igual le aplauden las musas castizas que las diablas de botellón. Suscribo desesperadamente lo de Sabina: «Yo de joven quisiera ser como él».