La dirigente del PP Noelia Núñez no tenía la semana pasada otra opción que cesar en todas sus responsabilidades políticas tras conocerse que carecía de las titulaciones universitarias de las que presumía en su currículo. La ya exdiputada explicó que todo fue debido a un error y que no tenía intención de engañar a nadie. Seguramente fue así, pero en política hay que asumir responsabilidades también por negligencia. Su decisión le honra, sin duda, porque el ejercicio de este tipo de responsabilidades se ha convertido en España en algo tan inusual que, precisamente por ello, llama la atención, cuando debería ser la pauta en el desempeño de un cargo público . Dejar un puesto no exige justificarlo con comparaciones, ni establecer el valor ético de la dimisión en función de cuánto deslegitima al adversario. Es cierto que Núñez no cobraba comisiones ilegales, ni había traficado con sus influencias. Tampoco es doctora gracias a una tesis fraudulenta. Y también es cierto que en el PSOE hay dirigentes que presentan 'errores' de currículo al menos tan evidentes como el suyo y siguen en sus puestos, pontificando sobre la pureza moral de la izquierda, en tiempos que aportan, día tras día, pruebas de lo contrario. La dimisión de Núñez se justificaba por sí sola, no como un afeamiento de la doble moral socialista. Hay que instaurar una cultura de la ética política que obligue a los responsables de partidos y gobiernos a hacer lo que tienen que hacer sin pensar en el beneficio que obtendrá el adversario o en el perjuicio que sufrirán los propios. Esta forma virtuosa de ejercer la política no puede ser vista como una conducta naíf, ni como una moral inadecuada para tiempos de resistencia y confrontación. Un político que examine su conciencia debe confrontarse con el bien común al que dice representar, no con la pérdida o la ganancia de sus decisiones en sus compañeros o adversarios. El único efecto que gestos como el de Noelia Núñez debe producir es el de la ejemplaridad. El de convertirse no en motivo de escarnio, sino en criterio de comportamiento para el resto. El debate oportuno no es el de si hace falta ser universitario para dedicarse a la política. Es evidente que no. Pero sí tener una formación profesional y vital que permita al político una visión de su responsabilidad que vaya más allá de su subsistencia económica y de su obediencia partidista. Y es evidente, también, que no hay que mentir. Y si se miente, hay que pagar el precio de la mentira. En España, la mentira del político no tiene coste. Pedro Sánchez es el ejemplo más perfecto de la impunidad de lo falso. Esta grave patología de la política española solo puede ser remediada por un sentimiento efectivo de repudio en la sociedad, hasta alcanzar una intolerancia endémica hacia el mentiroso. Y la reflexión urgente versa no solo sobre las razones que llevan a un político mentiroso a no dimitir, sino también sobre las que llevan a millones de ciudadanos a seguir creyendo que ese mentiroso y todos los mentirosos que lo acompañan merecen seguir recibiendo su voto. No hay duda de que tras Noelia Núñez deberían ir los cargos socialistas, conocidos con nombre y apellidos, que han mentido y mienten en sus currículos profesionales o académicos. Pero que ellos no dimitan no legitimaría un empecinamiento similar en los cargos del Partido Popular . La verdad y la honradez deben ser los primeros mandamientos de la vida política, aún más en un tiempo en el que la mentira es explotada, expuesta y aceptada sin pudor.
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