«Ante las atrocidades tenemos que tomar partido. La posición neutral ayuda siempre al opresor, nunca a la víctima. El silencio estimula al verdugo, nunca al que sufre». Así escribía Elie Wiesel, superviviente del Holocausto, que dedicó su vida a evitar que se repitiera una barbarie semejante. Recordar esas palabras es inevitable al contemplar escenas que, sin llegar al extremo de aquel horror, revelan una peligrosa dinámica de intolerancia . Viendo las imágenes de los homenajes a los terroristas de ETA que aún se celebran en el País Vasco resulta difícil permanecer indiferente. Convertir en referentes a quienes disparaban por la espalda o colocaban bombas contra niños dice muy poco de quienes los enaltecen. Durante años hubo quienes callaron, miraron hacia otro lado o incluso los ampararon con pactos políticos como el de Estella. Aquella atmósfera expulsó a muchos vascos que no compartían la ideología dominante. Y mientras tanto, los socialistas, socios de los nacionalistas, con su silencio estimulan a los verdugos. Hoy, sin bombas ni tiros en la nuca, Cataluña parece reproducir la misma película: o comulgas con la ideología nacionalista o eres invitado a marcharte. El último episodio es revelador. Una heladería de Barcelona fue vandalizada después de que un concejal de distrito de Esquerra Republicana se quejara en redes sociales porque su pareja no fue entendida al pedir un « gelat de maduixa ». El blanco perfecto: un comerciante argentino que, al parecer, desconocía que «maduixa» significa fresa. La reacción fue inmediata. En vez de dirigirse a Messi —también argentino, residente en Cataluña durante décadas y nunca interesado en aprender catalán—, escogieron al pequeño empresario. Primero llegaron los insultos y reseñas negativas en internet. Después, la agresión física: pintadas en la fachada, pegatinas independentistas, amenazas en redes sociales. Una escena que recuerda inevitablemente a los comercios marcados con la estrella de David en la Europa de los años treinta. Al día siguiente, mientras los dueños trataban de limpiar, los acosadores insistían: no serviría de nada, no pararían hasta que cerrara. La respuesta política fue tan reveladora como el ataque mismo. Solo Partido Popular y Vox condenaron los hechos. Los nacionalistas, en muchos casos, los justificaron abiertamente. Y el Partido Socialista, lejos de solidarizarse con la víctima, se alineó con el discurso identitario. El teniente de alcalde de Barcelona, Albert Batlle, declaró: «Tenemos una situación de emergencia lingüística respecto a nuestra lengua. Hay una falta de uso social del catalán, uno de los signos de nuestro país». Con esas palabras, el mensaje fue claro: más preocupación por la «emergencia lingüística» que por un comerciante acosado. Ya sin pensar en la chorrada a que acuden los socialistas cuando no saben qué hacer con un tema. Le ponen la palabra «emergencia» y se quedan tan tranquilos. Emergencia climática, emergencia antifascista y ahora emergencia lingüística. Conviene recordarlo: abrir un negocio en España ya es una hazaña en medio de trabas burocráticas y un asfixiante laberinto fiscal. Los comercios no solo venden un producto, ofrecen una experiencia que combina servicio, calidad, instalaciones y precio. Y si un local no convence, basta con acudir a otro; nunca linchar al que no satisface nuestras expectativas lingüísticas o políticas. Quizá detrás de este episodio se esconda también la competencia desleal de otro negocio más preocupado por arruinar a un rival que por mejorar sus propios helados. Sea como fuere, lo cierto es que la heladería se enfrenta a una presión enorme. Y lo hace con la certeza de que quienes gobiernan la ciudad han tomado partido, no por las víctimas de la intolerancia, sino por quienes imponen su ideología mediante la intimidación. La conclusión es inquietante: en Cataluña, la verdadera 'emergencia' no es lingüística, sino democrática. Frente a esa deriva, la sociedad civil y las instituciones tienen la responsabilidad de actuar: proteger a las víctimas, garantizar la libertad de todos y frenar a quienes imponen la uniformidad por la fuerza. Y eso empieza por no respaldar a quienes amparan la violencia o el silencio cómplice. Porque, como recordaba Wiesel, «lo contrario del amor no es el odio, sino la indiferencia.»