Hay que celebrar que la autodenominada Flotilla Sumud Global, que con rumbo a Gaza zarpó de Barcelona en un viaje que ha durado semanas, haya terminado su travesía sin incidentes gracias a una actuación medida y razonable de la Armada de Israel. Pese a que Tel Aviv anunció que trataría a los miembros de la expedición como terroristas, su interceptación frente a las costas gazatíes se está llevando, al menos hasta el momento, con moderación y sin violencia por ninguna de las dos partes. Con todo, la iniciativa que ahora deriva en peticiones de manifestaciones y huelgas sigue navegando en los mares de lo excéntrico, de nuevo a través de una llamada de atención de los activistas sobre sí mismos, robando incluso el foco a las penurias a las que el conflicto está sometiendo a la población de Gaza. Si el objetivo de la Flotilla era el martirio a manos de las Fuerzas Armadas de Israel, estas, que suelen actuar sin miramientos y con contundencia, no les han concedido este privilegio, e incluso se han podido ver imágenes de uno de los soldados abrigando a Greta Thunberg en el momento de ser detenida. En todo caso, este era el final esperado y cabe dudar de que cientos de personas se embarquen creyendo que van a perder la vida. El pretendido martirio terminó siendo un teatro. Por otra parte, si el objetivo de los expedicionarios era llevar ayuda humanitaria a Gaza, lo hicieron mediante una misión cara –con un coste aproximado de tres millones de euros, sin contar el gasto militar de España e Italia, al escoltar con buques a los navíos-, pero equivocada desde su nacimiento. Existen maneras mucho más efectivas de llevar bienes de primera necesidad a Gaza en cargueros, por tierra o incluso –como acordó Giorgia Meloni con Israel– a través de Chipre, con mediación de la Iglesia. Ninguno de estas vías, sin embargo, permitía el lucimiento de los activistas, entre ellos la exalcaldesa de Barcelona Ada Colau, que ha utilizado como los demás el problema gazatí para cobrar protagonismo en medios y redes. Un corredor humanitario debe ser pactado por las partes de una guerra, y no verse reducido a una aventura marítima colegial que dedicó ingentes recursos a un empeño que en ningún momento tuvo la más mínima posibilidad de éxito. Los miembros de la Flotilla lo sabían desde el principio y siguieron adelante con su travesía, patrocinada por Moncloa y escoltada por un buque de guerra, nuevo intento de Pedro Sánchez de desviar la atención de los problemas que se ciernen alrededor de su Gobierno, su partido y su familia. La Flotilla, como la política exterior en Oriente Próximo, como el boicot a la Vuelta a España y tantas otras controversias artificiosas, fue la enésima cortina de humo de un Ejecutivo que pretende desviar el foco de las extremas dificultades por las que atraviesa. Si el verdadero objetivo de los tripulantes era llamar la atención sobre el conflicto de Gaza, han conseguido exactamente lo contrario : gran parte de la opinión pública ha otorgado a sus aventuras –de tono más o menos juvenil y festivo, cercano a la 'batucada' naval– la atención que antes dedicaba a las consecuencias del conflicto, que ya han pasado a un segundo plano. El efecto perverso de la Flotilla consiste en situarse en primer plano y dejar al fondo del escenario a quienes en rigor sufren el conflicto. Las peticiones legítimas de ayuda y la penosa situación que padecen los habitantes de Gaza han quedado sepultadas bajo montones de selfis, promoción en las redes sociales y escenas que cuando menos resultan hirientes para aquellos a los que la Flotilla pretendía socorrer.