Trece años después
La autora es abogada especializada en materia penal. Buergo Gómez Abogados, S.C.
En 2011, siendo aún una abogada joven, recibí el primer caso que marcaría mi vida profesional. Una empresa mexicana dedicada a producir combustibles alternativos fue cateada por el Ministerio Público con base en una visita del Servicio de Administración Tributaria (SAT), donde se recabaron muestras del producto hallado en las instalaciones de la compañía. El caso se sustentó, desde el inicio, en un error: un supuesto hallazgo de petróleo crudo, donde en realidad había residuos reciclados con autorización ambiental. Esa diferencia técnica —que pudo resolverse con un dictamen independiente— acabó convirtiéndose en una acusación penal de alto impacto.
Tres personas fueron procesadas y sentenciadas: el representante legal, un supervisor y un joven recién egresado del Conalep, de apenas 18 años. A pesar de que la empresa contaba con los permisos correspondientes, de que se ofrecieron pruebas de descargo, y de que los dictámenes de la defensa contradijeron científicamente a los de la fiscalía, las condenas se confirmaron en primera y segunda instancia.
Solo trece años después —apenas el mes pasado—, el Poder Judicial de la Federación concedió un amparo liso y llano que reconoció la inocencia de los acusados. El tribunal concluyó que nunca se acreditó que el producto fuera petróleo crudo y que el dictamen oficial era insuficiente frente a los peritajes independientes.
Pero para entonces, la empresa había perdido contratos, clientes, reputación, y, sobre todo, personas: trabajadores que vivieron bajo el estigma de una acusación que nunca debió escalar. El daño fue irreversible.
Este caso no es la excepción. Es una advertencia. En México, la justicia tarda, pero el castigo empieza desde la acusación. Y si no hay defensa penal desde el inicio —no después, no cuando estalla el escándalo, sino desde la primera visita de inspección—, la empresa queda expuesta a una tormenta legal, mediática y financiera para la cual casi nadie está preparado.
Porque aquí no se trata de tener razón. Se trata de tener defensa. Y si una autoridad actúa mal —porque confunde un residuo con crudo, porque comete errores en la cadena de custodia o porque destruye muestras clave antes del nuevo peritaje—, es la defensa penal la que debe saber documentarlo, argumentarlo y sostener el asunto, durante años si es necesario.
Ese caso me enseñó que el cumplimiento normativo no es suficiente para proteger a las empresas de errores institucionales. Me hizo comprender que muchas compañías enfrentan procesos penales no porque hayan actuado fuera de la ley, sino porque no estaban preparadas para defenderse con contundencia. Desde entonces, decidí enfocar mi carrera en la defensa penal empresarial: para acompañar, prevenir y proteger a quienes sí hacen las cosas bien, pero son tratados como si no.
Para las empresas, este caso deja una lección clara. No basta con cumplir la ley. Hay que estar listos para defenderla. Hay que saber que un cateo puede cambiarlo todo, que un dictamen puede ser el inicio de un proceso injusto, y que las personas que están al frente —incluidos jóvenes sin poder de decisión— pueden acabar pagando un precio brutal por algo que ni siquiera entendieron al momento de ser detenidos.
Trece años después lo logramos. La justicia llegó. Fue mi primer caso como abogada penalista y también el más revelador: la justicia puede tardar demasiado. Y eso, en muchos sentidos, es otra forma de condena.