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La Nacion Costa Rica
Апрель
2024

Competencia Perfecta: Sin capacidad de construir

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En su columna de opinión esta semana, José Luis Arce comenta cómo bastaron muy pocas semanas para que el Ejecutivo se encargara de retratarse a sí mismo como un actor político poco efectivo

El gobierno actual pasará a la historia, probablemente, como el más corto en términos de su capacidad y efectividad reales para proponer y sacar adelante una agenda concreta de acciones y políticas públicas.

No había pasado ni un año cuando ya parecía evidente que el Ejecutivo liderado por Rodrigo Chaves empezaba a ser irrelevante y se convertía, con una rapidez pasmosa, en lo que en la política estadounidense suele llamarse un lame duck: un cargo electo popularmente que espera que transcurra el tiempo para acabar su gestión sin capacidad de operar políticamente.

¿Cómo pudo suceder esto? Especialmente cuando el presidente Chaves alcanza el poder en medio de una enorme popularidad y, sobre todo, en un contexto en el Legislativo en donde el predominio de fuerzas políticas conservadoras hacía anticipar la posibilidad de construir una agenda alrededor de ciertos temas de interés común entre las bancadas con representación en el Congreso y ciertos grupos de presión económicos.

La respuesta es sencilla: desde muy temprano, Rodrigo Chaves y un equipo de gobierno construido a su imagen y semejanza —no solo en términos de inexperiencia sino sobre todo en la forma en cómo se aproximan y entienden el poder— dinamitaron cualquier posibilidad de hacer política.

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No tuvo que pasar mucho tiempo para que la ausencia de logros concretos —en especial, relacionados con las promesas con las que alimentó las expectativas de sus seguidores más viscerales y también de las ciudadanías más descreídas y decepcionadas por los errores del pasado pero, de buena fe, más confiadas en un futuro mejor—, y una retórica cargada de fuegos de artificio, prejuicios, posverdades —o dejando de lado los eufemismos: mentiras de plano—, violencia y amenazas de destrucción hacia los otros (y, particularmente, las otras) que se le enfrentan en el juego político y las instituciones que resguardan los equilibrios y los valores de la convivencia democrática tornaron irrelevante a esta administración.

Bastaron, en síntesis, muy pocas semanas para que el Ejecutivo se encargara, con su discurso violento y estridente y sus incontables y pueriles errores, de retratarse a sí mismo y de cuerpo entero como un actor político poco efectivo y, aún menos, confiable.

Una tras otra, las iniciativas propuestas por el Gobierno fueron fallando o quedándose cortas en sus efectos, ya sea por errores en su diseño, su desprecio por la realidad y la técnica o porque no consideraban los marcos institucionales o jurídicos vigentes o simplemente se desplomaban lastradas por el peso de la impericia e inexperiencia de quienes tomaban las decisiones.

Y como si no entregar resultados a sus seguidores y socios políticos no fuera un problema ya de por sí mayúsculo, el Ejecutivo se encargó de mostrar, además, que su discurso de polarización, violencia y enfrentamiento no era sólo una puesta en escena para captar la atención de los descontentos, de los indignados y de los, en buen español, cabreados con el status quo, sino que era un rasgo de su personalidad política, capaz incluso de llevarlo a traspasar las más elementales líneas rojas de la institucionalidad y del respeto por la dignidad de todos y todas.

José Luis Arce es economista.

La consecuencia: una baja tolerancia a la frustración y altísima prepotencia —ambas desventajas del tamaño de una catedral en la política actual— llevaron al Presidente a encargarse de dinamitar irreflexivamente los espacios de negociación y, convertirse, de esta forma, no sólo en un socio político ineficaz e incompetente al no entregar resultados, sino en uno en el que resulta imposible confiar.

De esta forma y como era sencillo de imaginar, el Ejecutivo terminó cayendo en la irrelevancia muy temprano, al destruir la comunicación y, por supuesto, la posibilidad de negociación con la oposición, presupuestos básicos del ejercicio temporal del poder en democracia y un elemento sine qua non para impulsar cualquier agenda de políticas públicas.

Pero hay, desgraciadamente, aún más de qué preocuparse. Lo realmente alarmante no es que la forma de liderazgo y de entender el ejercicio del poder que domina en el Ejecutivo llevaran a tornarlo incapaz de construir propuestas y soluciones a los problemas y retos que enfrenta el país, sino que, como si no fuese suficiente el perder el tiempo en este impasse, su capacidad de destruir credibilidad, confianza y los cada vez más estrechos espacios de convivencia democrática sigue intacta, incluso corre el riesgo de ser potenciada por el inicio de los fuegos electorales.

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Sin capacidad de construir, pero sí mucha para destruir, los próximos meses mostrarán a un Ejecutivo que buscará en los índices de aprobación en las encuestas no sólo el alimento que su ego necesita, sino, además, la posibilidad de revalidar el mantenerse en el poder en las elecciones de 2026 empleando estrategias —sobra decir, dudosamente éticas— de desinformación, polarización y violencia discursiva.

El victimizarse en lugar de construir y alimentar la indignación y la desesperanza de las y los ciudadanos no con el fin de movilizarles políticamente hacia una alternativa realmente transformadora sino simplemente aprovechando ese malestar visceral para ganar en las urnas se anticipan como parte esencial del libreto del Ejecutivo en los próximos meses.

Más leña al fuego de una confrontación irreflexiva y destructiva y, por supuesto, más balas en el revólver con el que, como sociedad, solemos de un tiempo a esta parte, jugar a la ruleta rusa cada cuatro años en las elecciones presidenciales y legislativas.











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