El ideal de una justicia más holística
La vida de un poeta es poderosa en muchos sentidos. Describen con belleza las pasiones humanas y tocan las fibras de quienes los leemos, cambiando así la forma en que vemos la vida y elevando nuestros pensamientos. Su arte es hermoso de leer y de admirar, aunque la triste verdad que afrontamos quienes consumimos su arte, es que, a causa del hiperestímulo y la banalidad, cualquier basura cotidiana ahoga esa posibilidad. Pero, en ocasiones, el poeta es más fuerte que esto, y nos saca de ese letargo intelectual, presentándonos la posibilidad de contemplar algo nuevo.
Hace unos días, encontré una pieza del poeta español Ramón de Campoamor que me hizo pensar. El diálogo de una mujer que acude a un juez para acusar a su amado de haber jugado con sus sentimientos y la capacidad del poeta para capturar su dolor emocional, me estremecieron.
Compartiré Justicia, consciente de que la reflexión que sigue podrá parecer poco pragmática, inútil o hasta irracional, pero ¿no es tal vez la gran tarea de la inteligencia desmontar los excesos de racionalismo? ¿Qué importa pensar sin un rumbo necesariamente científico o exacto? Una vida orientada por la curiosidad y la gratuidad del conocimiento también es digna de ser vivida.
– Señor juez, un malvado, un asesino,
un pérfido un traidor,
robóme, con la paz de mi destino…
mi amor.
– ¿Robó, decís?
¿Cuál es su crimen?
– Inocente y puro
mi corazón le di.
– ¿Tu corazón?
– ¡Creedme, señor juez, que yo os lo juro!
¡Castigadlo, señor!
– ¿Pero, y el delito?
– Engañador y falso, despedazólo cruel.
¡Las horribles tinieblas de un cadalso
no bastan, señor juez!
– ¡Deliras, infeliz! ¡A un magistrado
hablándole de amor!
– ¡Oh!, le daréis muerte? Ved que es poco,
comparado a su crimen tan atroz.
Una muerte… Mil muertes no alcanzaban
a purgar su delito, señor juez.
¡Matar la fe y el porvenir bendito
de una infeliz mujer!
– Vete en paz, desdichada! Las pasiones no las juzgan los hombres, sino Dios.
¡Matar el cuerpo es crimen en la tierra, matar el alma, no!
Aturdido por la lectura del poema y su rotundo final, me estanqué en esa reflexión: ¿Por qué no es posible buscar justicia en el ámbito del amor o las emociones? Con curiosidad infantil, llamé a dos amigos abogados, inquiriendo la razón por la cual existe –según este soñador– ese vacío en la legislación.
– Lo que pasa es que el derecho se ocupa de lo material, me dijo uno.
– ¿Pero no es cierto que en derecho el requisito de la responsabilidad civil es que exista un nexo causal entre el hecho dañoso y el daño producido?
– Y cómo lo vas a probar?
– No sé, le respondí.
– Bueno, a eso me refiero.
El amor es uno de esos territorios que el derecho no puede penetrar. Es real e importante, pero inmaterial. La primera carta de San Pablo a los Corintios compara el amor con los logros humanos y los dones espirituales, para concluir que el amor es el más grande de todos. Parafraseando: el amor es libre, y por eso también vulnerable; es generoso, y por eso expuesto; es profundo, y por eso deja huellas que una ley no borra. Y un juez que responde “Las pasiones no las juzgan los hombres, sino Dios” a quien pide justicia por la traición sufrida, realmente lo ha dicho todo.
No se trata de una omisión u olvido en la legislación. Es que el derecho, para no ser arbitrario, debe fundarse en hechos demostrables. No puede castigar lo invisible sin riesgo de injusticia. Así, el derecho protege su propia objetividad, pero al hacerlo, queda inerme ante los dolores más profundos del ser, en lo que sería un límite inherente al propio sistema jurídico.
Concebir una justicia más holística es reconocer que el derecho no agota el ámbito de la justicia. Hay una justicia más alta, más honda, que abraza también lo que no puede codificarse. No legal, sino espiritual. Su medida no está en los códigos, sino en el más grande de los dones. Aquella que se ejerce en el silencio de una conciencia recta, en el acto de pedir perdón, en el gesto de reparar, o en la fidelidad mantenida cuando no es fácil.
Una vida puede transfigurarse por el amor. Porque amar de verdad es también ser justo; no por la justicia del castigo, sino por un corazón que ve al otro como digno, con compasión.
La justicia de los códigos seguirá siendo indispensable. Pero esa otra justicia, silenciosa y más profunda, es superior. No se impone, sino que invita. No a juzgar desde afuera, sino a comprender desde dentro. Tal vez en ella encuentre consuelo quien fue herido por el amor. O esperanza quien, pese al dolor, sigue creyendo que amar vale la pena.
mendez.josealberto@gmail.com
José Alberto Méndez Solano es mercadólogo y consultor.