¡Aquellos gloriosos días en que nos dábamos el permiso de no hacer absolutamente nada!
Cuando uno escribe, no debe disculparse –a menos que se equivoque– ni tampoco debe ser complaciente. Sin embargo, dado que ustedes me conceden algunos segundos cuando publico mis sentires, debo decir en mi defensa que las más de las veces se encontrarán con recuerdos y estampas del pasado, mucho más que con diagnósticos futuristas o análisis de mi entorno actual.
Es que, en este punto de mi vida, tengo más ayer que futuro. Y me río cuando lo pienso y lo escribo. Además, el presente es tan pasajero y bullicioso, que es como escuchar un reguetón a todo volumen y bailar vals.
Hace unos días, venía pasando por la nueva calle de la Amargura, allá por el antiguo cine California, y de pronto me vi –sí, me vi– con uniforme de colegio, el brazo lleno de libros y portafolios y bajando “a pata” con mis compañeras justo en esa esquina.
Estudiábamos en el “Sagrado”. En ese tiempo, se acortaba el rimbombante nombre de los colegios con un nombrecillo puesto a secas: “el Semi”, “el Liceo”, “el Seño”, “el Voca”, “el Monse” o “la Lincon” (así pronunciado y, en broma, el “incomparable Dobles Segreda”).
Eran tiempos de decidir si te comías una empanada o te ibas en bus. Tiempos en que aprovechábamos la pequeña libertad de salir temprano para sentirnos adultas a los 14 años.
Tal vez los josefinos recuerden este recorrido, pero si no, cada quien puede hacerlo desde sus propios lugares, porque todos hemos tenido calles mágicas y maravillosas, donde, con solo poner un pie en ellas, el tiempo se vuelve cómplice y nos devuelve de golpe a la infancia o adolescencia.
Bajábamos sin prisa por cuesta de Moras, conversando tonterías: el profe que nos caía mal, el baile de la semana pasada o el próximo con Vía Libre, las últimas novedades de Shalakos o Acuarius, las discotecas de moda... Sin más plata que la “vaca” que podíamos juntar, nos dábamos grandes banquetes en Sandy’s (más barata que otras sodas) o nos comíamos un granizado con leche condensada allá por el Calderón Guardia, donde un viejito vendía los mejores copos de la zona.
Y, paso a paso, atravesábamos el Parque Nacional. A veces, nos dábamos una vuelta por el Museo Nacional, alegando una tarea inexistente para no pagar la entrada, nos metíamos a la tienda de artesanos a ver pulseras hippies, y como la plaza de la Cultura no existía ni en sueños, pasábamos frente a la farmacia Mariano Jiménez, la Librería López y otros sitios que hoy solo habitan en la memoria, para rematar con un helado donde Lolo Mora, en pleno Mercado Central.
De ahí, cada una se iba para su casa, siempre a pie, porque era una ciudad segura y conocida. Nos deteníamos en las ventas de discos, la mayoría inaccesibles para nuestro precario presupuesto, y pedíamos regalados los “popularímetros” de radio Juvenil, para estar al día con el Hit Parade de la semana.
Tal vez no nos sabíamos la tabla periódica de Gil Chaverri, pero no saberse la letra de If you leave me now, de Chicago, que llevaba siete semanas en primer lugar, era un pecado mortal.
El recorrido, que bien se puede hacer en unos diez minutos, nos tomaba tres horas. Así, sin prisa, como se deben hacer las mejores cosas de la vida.
Qué deleite saborear el primer sorbo de la crema italiana espumosa de la Farmacia Jara, o darle un buen mordisco a un arreglado que chorreaba salsas en la Tapia del Mercado, o comerse entre cinco la torta chilena de La Selecta. Y eso, sin pensar en Allende ni en Pinochet. Eran momentos que no tenían precio.
Recuerdo cuando nos quedábamos hasta las diez de la noche en las gradas de las Madrigal, completando página a página aquellos cuadernos llenos de preguntas personales que alguien bautizó “Vinazos”, un modelo primitivo del Instagram. O conversando y oyendo La noche que Chicago murió. Y comentando lo que éramos –no lo que seríamos–. Fue sin duda un regalazo del destino que no podíamos valorar entonces.
El mañana era un acertijo; el pasado se podía resumir en cinco líneas y estar ahí, solo ahí, era un privilegio.
Sabíamos lo que teníamos que hacer; cumplíamos sin tanto alboroto y nos dábamos la licencia de tener tardes libres de tele, tenis y jeans desteñidos.
Tres debajo de una sombrilla gozando del aguacero y, después, a secar el uniforme detrás de la refri, para poder ir medio secos al día siguiente, oliendo a perro mojado.
“Cuerdear” a los muchachos del Liceo, o del “Semi” cuando nos los topábamos, o “enjachar” a las del “Seño” o las del “Tacho” por rivalidades legendarias y heredadas, son pequeños souvenirs que todavía conservo de aquellos días en que los sueños todavía no eran metas y faltaban muchos checks en la lista de logros de la vida.
El reloj, generoso, alargó los minutos para que todo aquel tiempo aparentemente perdido fuera una reserva inagotable de luz, antes de que llegaran las obligaciones de pantalón largo, los tacones de oficina, las responsabilidades ineludibles y la casi obligada fluoxetina.
Vagabundear era un arte sin censura. Dice Serrat:
“Harto ya de estar harto, ya me cansé,
de preguntarle al mundo por qué y por qué.
La rosa de los vientos me ha de ayudar
desde ahora vais a verme vagabundear,
entre el cielo y el mar, vagabundear…”
¡Gloriosas horas de helados, y copos, y risas, y pachos, y tiempo sin tiempo y, sobre todo, sin culpa ni cargo de conciencia por darse el permiso de no hacer absolutamente nada!
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Ana Coralia Fernández es periodista y narradora oral.