Editorial: El ataúd de la democracia salvadoreña
Uno de los últimos clavos que faltaban para cerrar el ataúd de la democracia salvadoreña fue colocado el pasado jueves, en medio de la oscuridad nocturna e institucional, por su sometida Asamblea Legislativa. No dudamos de que vendrán otros más, para terminar de asfixiarla, encerrarla y enterrarla. Lo ocurrido la semana pasada, sin embargo, es uno de los saltos más consecuentes y graves en el desborde autoritario que se ha impuesto sobre el país.
El proceso seguido para reformar normas de la Constitución hasta ahora consideradas como pétreas, refleja algo sobradamente conocido: el control absoluto que el autócrata Nayib Bukele ejerce sobre todos los resquicios del poder, el desdén por los derechos ciudadanos y el colapso total de los pesos y contrapesos gubernamentales. La sustancia del cambio es aún peor. Al permitir, entre otras cosas, la reelección presidencial indefinida, allanará y consolidará su perpetuación como dictador supremo, y su capacidad para imponer la voluntad personal sobre los ciudadanos.
Nayib Bukele ganaría reelección con el 81,9% en El Salvador, según encuesta
No solo está siguiendo los libretos de Daniel Ortega en Nicaragua y Nicolás Maduro en Venezuela; también se acerca cada vez más a la funesta sombra de Maximiliano Hernández Martínez. Fue este el general que gobernó y reprimió a sangre y fuego El Salvador entre 1931 y 1944, y que describió “las altas formas” de la democracia no como aquellas que hacen énfasis en los derechos, sino “en los deberes”. ¿Y cuál más necesario para ambos que exigir obediencia absoluta de la gente a sus planes, decisiones y caprichos? Las reformas que comentamos responden a esta noción oscurantista y claramente dictatorial.
El proyecto para alterar la Constitución no era conocido por la población hasta su introducción, con dispensa de trámites, en la sesión parlamentaria del jueves 31 de julio. Sin debate alguno, recibió el aval de los 54 diputados oficialistas y los tres de sus apéndices minoritarios. Solo lo rechazaron los tres opositores, en un plenario de 60.
Esta vía, que contradice los más elementales principios de la gobernabilidad democrática, fue abierta con una alteración previa al procedimiento de enmienda dispuesto por el artículo 248 de la Constitución de 1983. Su texto original establecía que, para ser implementada, cualquier reforma debía obtener la mitad más uno de los votos en una legislatura y dos tercios en la siguiente.
La nueva norma, vigente desde enero pasado y que pasó gracias a la supermayoría legislativa oficialista, dispone que basta reunir, por una vez, tres cuartos de los votos para aprobar, de manera definitiva, cualquier cambio constitucional. Es decir, incluso la alteración de derechos fundamentales, o de partes clave de la arquitectura institucional, se puede decidir en pocas horas, sin debate y sin alerta pública. Tal fue el turbio procedimiento utilizado esta vez.
Además de permitir la reelección presidencial sin límites, se aprobaron otros tres aspectos a la medida de Bukele. 1) Extender de cinco a seis años el periodo presidencial. 2) Eliminar la segunda vuelta, como resultado de suprimir también el requisito previo de obtener, al menos, la mitad de los votos para ganar en primera vuelta. Esto abre el camino para, mediante la fragmentación opositora –estructural o fomentada desde el poder– facilitar la eventual reelección de Bukele sin real mayoría. 3) Mediante un transitorio, reducir en dos años el periodo presidencial actual, que va de 2024 a 2029, para que la nueva elección coincida, en 2027, con las legislativas y municipales. Resultado casi inevitable: impulsado por la alta popularidad que aún mantiene, el presidente se beneficiará de un “arrastre” favorable a su proyecto autocrático, que le garantizará seis años más en control del Ejecutivo, el Legislativo y los municipios.
Todo esto ocurre bajo un estado de excepción aprobado por la Asamblea Legislativa el 22 de marzo de 2022, tras al enorme aumento de homicidios pandilleros a que condujo el colapso de la “tregua” que Bukele, en las sombras, había negociado con las funestas “maras”. Se abrió así el camino para la batida que pronto condujo a una reducción significativa de la violencia, un indudable clima de seguridad, y el salto en popularidad de Bukele. En algún sentido, una gran mayoría de la población, de manera coyuntural, estuvo dispuesta a ceder libertades y garantías a cambio de tranquilidad cotidiana.
El estado de excepción también ha conducido a múltiples agresiones a los derechos humanos; entre ellas, miles de detenciones arbitrarias, violaciones constantes al debido proceso, la limitación de garantías ciudadanas –entre ellas, la libertad de buscar y difundir informaciones y opiniones– y una represión creciente de opositores, voces disidentes y movimientos de protesta social. A pesar de que las pandillas ya están controladas y ya ese estado de excepción no es necesario para tal fin, ha sido prolongado 39 veces desde su introducción, precisamente para dotar a Bukele y los poderes militar, legislativo y judicial que controla, de instrumentos formalmente legales para reprimir. La arremetida se ha intensificado y extendido sin pudor durante los últimos meses, conforme se acrecienta el deterioro socioeconómico y aflora un mayor descontento.
La reforma constitucional impuesta el jueves es un paso más, de enorme y corrosiva trascendencia en el proceso hacia la muerte definitiva de los resquicios democráticos que aún quedan en el país. Su ataúd aún posee algunas fisuras para respirar, pero difícilmente podrán mantenerse.