Moisés Barrios pinta un paraíso de volcanes y bananos
Hace algunas semanas visité al artista visual Moisés Barrios en su estudio de Ciudad de Guatemala. Moisés me mostró su trabajo pictórico más reciente y me invitó a escribir un texto que acompañara su exposición Paradisiaca.
En este texto, exploro los principales elementos que se integran en estas obras del artista: los volcanes, el paraíso y los bananos.
Para muchos, el volcán es sinónimo de destrucción y castigo; de lava, rocas incandescentes y nubes de ceniza. Se ha ganado esa mala reputación porque se comporta como el malcriado y el timador de la fiesta: escupe sus palabrotas cuando le da la gana y aparece, más encendido que nunca, cuando lo creíamos apagado. Este comportamiento parece obra de Lucifer. ¿Cómo explicar, si no, que un flujo ardiente baje por la ladera de un volcán, con la furia de una aplanadora?
Esto fue lo que ocurrió en el año 79 DC, durante la erupción del Vesubio, cuando una nube de gas intoxicó, mientras dormía, a la población de Pompeya. Luego, un manto de ceniza incandescente sepultó los cuerpos. La imagen de los amantes que duermen el abrazo eterno es sobrecogedora, por cándida y espeluznante.
Fertilidad
Nuestro paisaje centroamericano exhibe con frecuencia sus volcanes. Los tenemos bajitos, achatados, cónicos, e icónicos, o grandes y con estructuras complejas, como el Irazú, en Costa Rica. En general, nuestros volcanes son matones. En Guatemala tenemos el Fuego, que en 2018 acabó con la vida de unas 200 personas, y el Pacaya, que hizo erupción violentamente en 1965 y desde entonces ha estado en constante actividad.
A pesar de la destrucción que provocan, estamos íntimamente ligados a los volcanes. La nuestra es, si se quiere, una relación de amor y odio: nos herimos y después nos reconciliamos. Esto ocurre porque tras la erupción surgen rápidamente los componentes que impulsan la fertilidad y la vida. Gracias a la lluvia y al calor, algunos minerales se transforman en arcillas que retienen el agua y los nutrientes. Las plantas se instalan, crecen y se reproducen.
Luego llegan las familias, que cultivan sus laderas y se instalan cerca del río por donde años antes pasó el flujo incandescente. Mientras a nosotros nos falla frecuentemente la memoria, la naturaleza es sabia: a través de los ríos conduce los sedimentos volcánicos y los deposita en terrenos llanos. Estos sedimentos alimentan paisajes costeros exuberantes que recuerdan el paraíso.
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El fruto prohibido
Adán y Eva habitan el paraíso del litoral centroamericano. Imaginemos el agua de coco, las playas de arena blanca y los atardeceres rasgados. Todo es idílico hasta que, un buen día, se les acerca una serpiente sudorosa que carga el fruto prohibido en su boca. No es rojo y crujiente, sino amarillo y blandito. Es un banano.
Ese incidente explica lo que ocurrirá años después, cuando unos tipos codiciosos lleguen con ábacos y teodolitos a hacer cálculos, a definir dónde y cuántas hectáreas del fruto prohibido habrá que sembrar. Conviene sembrar muchas, ojalá todas las hectáreas, especialmente en las zonas bajas, al lado de la costa, donde las temperaturas son cálidas, los suelos fértiles y la humedad alta.
Antes de sembrar es necesario cortar los árboles para aprovechar cada centímetro del territorio. Poco importan los tucanes, las mariposas y las orquídeas. Luego vendrán ingenieros, que recomendarán los agroquímicos para mejorar el rendimiento de las cosechas y protegerlas de plagas, enfermedades y malezas, trayendo consigo aún más destrucción.
Brillos y preguntas
En sus pinturas, Moisés Barrios representa un paraíso perdido que, tal vez, no ha desaparecido completamente. Sobre sus racimos de banano brotan flores tropicales que no se dan por vencidas, que sobreviven a pesar de todo. Esas flores brillan sobre un fondo triste y opaco. Brillan también los majestuosos atardeceres, la tierra de los barrancos donde crecen las especies silvestres de banano y el cielo imperturbable.
Todo esto contrasta con las postales publicitarias que diseñaron y distribuyeron las empresas bananeras para vender sus productos. Estas postales afianzaron el imaginario que prevalece sobre el trópico, poblado de manera abundante por las frutas perfectamente amarillas, los pájaros coloridos y las mujeres ataviadas con sus vestidos y sonrisas deslumbrantes. El amarillo perfecto de las tarjetas postales es idéntico al de los bananos que se exhiben en las góndolas de los supermercados de Miami.
A lo lejos, en las pinturas de Moisés, se observa el volcán Pacaya. Desde esa distancia parece preguntarnos por qué ha desaparecido el bosque del litoral. ¿Por qué, después de haber enviado tantos sedimentos, tantos nutrientes, después de tanta selva diversa y majestuosa, hoy solo habitan esa tierra las plantas verdes del fruto prohibido? Como ocurre con el arte que propone y conmueve, la obra de Moisés Barrios es un territorio sembrado de preguntas.
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