En Casa Dominga, el dulzor se saborea con cariño
De vez en cuando, sobre todo los fines de semana, voy a sentarme en las mesas exteriores de Casa Dominga para leer un ratito. Barrio Escalante suele pasar ajetreado los sábados y domingos, pero hay rinconcitos callados, y esas mesitas, con vista al farolito, ofrecen un resguardo temporal muy agradable.
Por supuesto, la lectura va acompañada de los huevos benedictinos, preparados con tal delicadez que hasta da pena arruinar sus texturas con el tenedor. Es mentira, no da pena: brinda un placer inmediato, un placer cromático al inicio, la infantil sonrisa de ver un color mezclarse con otro... y luego saborearlo.
Tal dicha se traslada a la pastelería, cuyos contornos recorro con los ojos como si pudiera descifrar todo el esfuerzo que se invierte en su preparación. Pero el que sabbría contarme todo, el chef pâtissier Ricardo Ruiz Visona, acumula conocimiento de muchas partes y de todos modos lo comparte a menudo. Casa Dominga es su pequeña escuela para el paladar.
Recuerdo hace unos años, cuando el café se ubicaba en Heredia, en una antigua casa, que me fui con una jalea de moras tan suave en la boca que de inmediato me imaginaba un jardín, allá de vuelta en Santo Domingo. La comida más rica es el aquí y el ahora, pero simultáneamente nos lleva a otras partes. Es un cliché lo de viajar con el paladar, pero los clichés de alguna parte salen.
Casa Dominga ofrece mucho más que postres y desayunos, claro está, aunque solo con la lista de queques, dulces y jaleas hay suficiente para entretenerse. ¿Por qué destaca? Por un lado, se trata de la mera calidad de las frutas que dan cuerpo a los postres: toda buena pastelería empieza con un buen producto. Si no lo fuera, se diluiría en los complejos procesos, casi quirúrgicos, que exigen los postres más elaborados.
M.F. K. Fisher, quien no toleraba medios esfuerzos, escribe su arte de comer que “el aroma del buen pan horneándose, como el murmullo del agua que fluye suavemente, es indescriptible en su evocación de inocencia y deleite”. Hay mucha mitología en torno al croissant, pero resulta que cuando a uno le llega ese aroma se le ocurre que pueden ser mitos ciertos.
Pero no es solo la calidad de la pastelería y pastelería europea las que han hecho destacar a Casa Dominga, sino su ciencia en incorporar productos locales, nostalgias muy propias y el ritmo de proponer ocasionales sorpresas en efemérides, menús especiales que uno estima que no se puede perder.
Decía que Casa Dominga es más que solo dulce porque su menú se extiende a carnes y pescados, pastas y otros platos fuertes que también rebosan conocimiento y meticulosidad.
Recuerdo con cariño un queso de cabra con trufa y un salmón delicado; tengo que volver por el pulpo. Para estas tardes de lluvia, la Soda Violetas, con St-Germain, almíbar de violetas y limón, es una elegante manera de despertar el cuerpo, y si no pues un Bellini o el Kir Royale.
Casa Dominga es un café discreto, con algunos acentos de esa decoración abigarrada de las casas que huelen a familia, pero donde se percibe la disciplina de un cocinero exigente. Hay silencio como para leer, calidez para charlar y suficiente para entretener la mirada y el paladar.