Cuba sufrió un prolongado corte de luz hace una semana, pero en realidad lleva a oscuras más de medio siglo. Esos cuatro días en que los alimentos se descompusieron, las ciudades quedaron en penumbras y las familias, sin baterías en sus móviles, quedaron incomunicadas y expuestas a la llegada del huracán Oscar, tan sólo son la última calamidad, la prueba más reciente del desastre que se cuece a fuego lento en la tierra de Lezama Lima. Al menos –quiero ser optimista– este 'impasse' sirvió para recordarle al mundo que Cuba existe, que ahí sigue, a pesar de todo, resistiendo al peor momento de su historia republicana. Porque el régimen de Díaz-Canel está despeñándose sin freno hacia la ruina total, la ilegitimidad absoluta y la miseria moral. Sé que la rutina de la decadencia produce hartazgo, pero ya nadie puede ser indiferente a la manera en que el despotismo está destruyendo, ahora sí del todo, a un país entero. Cuba ha perdido el 18 por ciento de su población, que ha salido del país de la forma en que ha podido, a donde la suerte la ha llevado, unos a Nicaragua, otros a Rusia, para llegar desde esos destinos a Estados Unidos o España. Según la ONG Prisoners Defenders, en las cárceles cubanas hay 1.113 presos políticos, una cifra que crece mes a mes y que al día de hoy incluye a treinta menores de edad. Los periodistas son las víctimas predilectas de estas persecuciones. En las últimas semanas hubo una arremetida feroz contra gestores culturales, escritores y reporteros de medios independientes, como 'El Toque' o 'Magazine AM:PM', a quienes se les obligó a renunciar y hacer una confesión publica en redes sociales, bajo la amenaza de pasar diez años en una cárcel por «mercenarismo». Magdiel Jorge Castro, periodista de Cibercuba, publicó el 4 de octubre una escalofriante nota comentando lo sucedido. A los periodistas, escribió en X, «el régimen no sólo los detiene, amenaza y los graba autoinculpándose frente a sus cámaras… como si la vergüenza no pudiera ser mayor, los obliga a redactar mea culpas en sus redes sociales. Han pasado más de cincuenta años del caso Padilla pero el modo de operar del estalinismo cubano no ha cambiado ni un solo milímetro». Tenía toda la razón. En Cuba el tiempo no pasa. Una revolución triunfante es un intento por escapar de la historia, detener los relojes y vivir como si se hubiera llegado al paraíso. Lo que no se anticipa es que si estos experimentos salen mal, y siempre salen mal, se acaba viviendo en un infierno. Y en aquellos abismos sulfurosos se padecen cada día los mismos suplicios, el acoso de la policía, la carestía, la farsa patriótica, la represión, el mea culpa. Lo comprobé en la Casa de América de Madrid once días después de la arremetida contra los periodistas. Ese 15 de octubre tuve una conversación pública con Pavel Giraud, el director cubano que hizo una película extraordinaria con la filmación del caso Padilla al que hacía referencia el reportero de Cibercuba. Después de ver a un Heberto Padilla teatral, empapado por el sudor, humillándose en público y confesando sus propias actitudes contrarrevolucionarias, la conclusión a la que llegamos en aquel diálogo fue la misma: nada ha cambiado. Lo que ocurría en 1971 ya pasaba en 1961 y sigue pasando hoy en día, con la única diferencia de que ya no hay figuras públicas con el peso intelectual de un Vargas Llosa que denuncie las miserias e inmoralidades del régimen. Los testimonios de dos escritores que pidieron la palabra al final de la charla lo confirmaron: el caso Padilla también era su caso. Ellos habían pasado por el mismo acoso y las mismas amenazas, detenciones, golpizas y censuras. Castro siempre supo que el artista libre que no pudiera instrumentalizar para su causa, sería un artista pisoteado. Hoy sigue siendo exactamente así. Los artistas que no se pliegan al régimen, que hablan en libertad, profieren críticas o hacen cosas más simples, como cantar 'Patria y vida', acaban encerrados y torturados en cárceles de máxima seguridad. Las condenas del artista Luis Manuel Otero Alcántara y del rapero Maykel Osorbo son los ejemplos más notorios. La pregunta que queda en el aire es evidente: ¿Es este el principio del fin de la dictadura? ¿Es este apagón –y los que vienen– la prueba definitiva de que el régimen se ahogó en su propia incompetencia? Quisiera creer que sí, pero tengo mis dudas. Cuba ha vivido demasiado tiempo soportando la miseria material en nombre de la conquista espiritual. Hay algo en la mentalidad hispana que nos induce a perdonar el horror o a justificarlo si se comete en nombre de un ideal. Durante décadas, y sobre todo en Cuba, se ha estimulado la idea de que la vida es una lucha contra un enemigo que quiere envilecer la patria, y que la existencia se debe poner al servicio de valores y conceptos etéreos: la revolución, el socialismo, el pueblo. Por eso mismo, a vivir en la miseria, sometidos por caudillos que defienden una idea absurda o un proyecto fallido, lo llamamos dignidad. Entendemos la vida digna como una renuncia a todo en nombre de la nada: de la promesa vacua o de una utopía a oscuras, donde falta el agua y todo se pudre, empezando por la esperanza y la iniciativa individual. Sólo caerá el régimen, y de paso todos los mesianismos y todos los populismos que venden el mismo cuento, la misma fantasía delirante, cuando caiga esa mentira. Dignidad es libertad, es autonomía, es pensar por uno mismo y valerse por sus propios medios para subsistir decentemente. Es todo lo contrario a lo que nos han dicho, pero esto el latino, y supongo que el hispano en general, no lo encaja bien. Porque una vida libre y autónoma es incierta, y es ardua, y supone deambular a la intemperie, a veces sin mapa. Y además porque al otro lado están los mesías protectores, que nos dicen que somos pueblo, que podemos fundirnos en la masa, en el redil primigenio, y seguir mansamente la visión del mandamás de turno. Mientras no se rompa esa idea, las plantas eléctricas podrán dejar de funcionar y no pasará nada. La canción 'Patria y vida' ya inoculó un cambio en la mentalidad cubana enorme, desafiando ese lema absurdo –'Patria o muerte'–, mesiánico y fascistoide, que entiende la nacionalidad como un sacrificio mórbido, no cómo una celebración vital. Es el primer paso. Lo mismo debe ocurrir ahora con la idea de dignidad.