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Март
2024

El ojo clínico de Ramón

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De alguien que empezó toreando con Manuel Benítez 'El Cordobés' era suponible un espíritu revolucionario. Si el quinto califa del toreo lo fue en aquellos años de la dictadura, Ramón Ybarra hizo lo propio en una etapa de valores perdidos. Con su modélica fe cristiana, con su ejemplar vida familiar, con su disciplinada trayectoria empresarial y con su garantista defensa de la identidad sevillana. Se va a cumplir una semana de su muerte y aún nos retumba el eco de su voz. Como en su recuerdo seguía resonando el eco del primer tour de su vida. Que no fue sobre un autobús descapotable, sino de la mano de su abuelo Enrique Valdenebro para torear por los conventos de las Siervas Reparadoras en Sevilla, Cádiz y Jerez. Él entretenía a las religiosas y ellas le daban la merienda. Además del perfil profesional y humano mencionado estos días, de Ramón Ybarra habría que destacar su afición taurina, que iba más allá de estar sentado en el corazón de la Puerta del Príncipe, por donde vio salir en volandas a sus tres toreros: Curro Romero, Espartaco y Morante de la Puebla. La misma Puerta del Príncipe que le abre ahora la gloria del cielo para que desde ese tendido privilegiado de la Maestranza vea cumplir su último deseo, un toro que Juan Pedro Domecq –más que un amigo, un hermano– dejó anotado en su libreta. Ramón tenía espíritu de torero y ojo clínico de ganadero. Igual que conservaba el terno de aquellas pueriles tardes de toreo de salón, archivaba en su teléfono los mejores animales que había visto lidiar. Pasado el tiempo, con reflexión de empresario y temple de torero, los analizaba sin sugestión. Lo mismo aparecía con Morante y Ligerito en Navidad –eso sí que era un aguinaldo– que recuperaba en agosto un tentadero invernal. Así era su genialidad. Todo aquello era consecuencia del proceso iniciado con su abuelo, primero en los conventos y después en Ruchena. Seguía mostrando con orgullo el recuerdo de aquella vez en que Manuel Benítez le embistió mientras, nunca mejor dicho, él toreaba de salón. Cumplió el sueño de cualquier chinorri en la época dorada del cordobesismo. Y de Ruchena pasó a Lo Álvaro, donde a través de una amistad heredada forjó su definitivo concepto del toreo. Como por la placita de tientas de Juan Pedro cada año pasa todo el escalafón, Ramón sabía antes que nadie cómo llegarían las figuras a las ferias. Esa fortuna, sumada a su ojo clínico, hacían que pocas veces se equivocase en su pronóstico. El año pasado clavó lo de Daniel Luque y este año apostaba por Talavante, al que veía «mejor que nunca». El corazón de Ramón quiso apagarse horas después de que Talavante tuviera un triunfo incontestable en Olivenza. No se equivocó, como tampoco se equivocará con el negrito de Juan Pedro.











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