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Abc.es
Март
2024

Ser realista es una decisión furiosa

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Hija de una modista y un capitán republicano, Isabel Quintanilla nació en 1938, en plena guerra civil española y con pocas opciones para ascender en el medio artístico. Su madre creyó en su intuición y talento. La matriculó en clases de pintura que pagó cosiendo, atada a la máquina de coser que hoy preside la exposición monográfica que el museo Thyssen-Bornemisza le ha dedicado una de las figuras fundamentales del realismo contemporáneo. Cada lienzo de los cien incluidos en 'El realismo íntimo de Isabel Quintanilla' posee la fuerza de un mundo interior que se despliega como un hilo. Aquí, la estancia íntima, la casa y la habi tación forman un punto de fuga. Cada vaso con claveles, cada cristal hecho de pinceladas violáceas y cada granada desmigajada retrata la fase de un universo. Ese baño revuelto con enaguas, ese cajetín repleto de cremas a medio usar, pastillas y demás ungüentos, sus ventanas con lluvia, sus bodegones de lirios… Todo en esta mujer es frontal, casi transparente. Isabel Quintanilla existe entre dos mundos: el interior y el exterior. Su pintura parece un umbral entre ambos. Se ha dicho que el bodegón es un género femenino porque las pintoras no tenían acceso a modelos ni talleres. El bodegón como género encierra en su alegoría del objeto, una conciencia implícita de finitud, de caducidad, de muerte. Ese es el lugar que han elegido tanto Quintanilla como la flamenca Clara Peeters para retratarse, es una forma de introspección a través de la materia. Eso es lo que consigue Quintanilla en cada estampa: demostrar que su vida es la pintura. Que esos objetos que ella nos ofrece son retratos de la mujer que los mira. Ante lo inmenso, Isabel Quintanilla se vuelve pequeña. El mar la devora —basta ver sus marinas del Cantábrico o sus paisajes de Guadarrama— pero en lo íntimo se crece: la mesa de velador con la lámpara, la cómoda con perfumes vacíos, la cama revuelta o la mecedora vienesa. Algo en sus estancias parece a punto de desgarrarse. Tiene un no sé qué de ser enjaulado, ese momento en el que el instante propio, el realismo y el detalle de lo concreto, acaban en furiosa decisión personal.











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